Los sindicatos están en
horas bajas. Caen las cifras de afiliación mientras la confianza en ellos se
desploma: según los datos del barómetro del CIS del pasado mes de abril sacaron
la tercera peor nota por parte de los ciudadanos españoles, sólo por delante de
los partidos políticos y del Gobierno. Sin embargo, mientras esto sucede, el
paro alcanza cotas históricas y empeoran las condiciones laborales cambiando
las relaciones entre trabajador y empresario en detrimento del primero. Es un
escenario en el que los sindicatos deberían seguir gozando de la confianza que
históricamente han depositado en ellos los trabajadores para que les defiendan
ante el abuso, pero sucede lo contrario. Los sindicatos son percibidos como
“inútiles” o como “cómplices” de este deterioro de las condiciones de los
trabajadores. Surge pues la pregunta, ¿siguen representando los sindicatos a
los trabajadores? - Publicado en MBC Times.
La Constitución de 1978
garantiza el papel de los sindicatos (art. 7. “los sindicatos de trabajadores y
las asociaciones empresariales contribuyen a la defensa y promoción de los
intereses económicos y sociales que les son propios”) y el derecho a la huelga
(art. 28.2. “Se reconoce el
derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses”).
Este reconocimiento legal es consecuencia de una larga lucha de más de un siglo
en el que los sindicatos han sufrido represión, persecución y prohibición, y en
el que han conseguido convertir en derechos las principales reivindicaciones de
los trabajadores, como por ejemplo, la limitación de las jornadas de trabajo,
la representación sindical en la empresa, la indemnización por despido y su
justificación, en definitiva, la protección de los trabajadores ante el
capricho y la libre voluntad de los empresarios.
Sin embargo, hoy en día
el peligro que corren los sindicatos no es que vayan a ser prohibidos o
proscritos. El peligro es que se vacíe de contenido su labor y los trabajadores
no puedan ser representados por ellos de hecho.
La huelga, ¿un derecho
herido de muerte?
Comenzamos por el
derecho a la huelga, un derecho constitucional y una de las armas más
importantes de los sindicatos a la hora de presionar para conseguir sus
objetivos en una negociación. Es un instrumento totalmente normalizado en una
sociedad democrática –a diferencia de sus primeros tiempos a finales del siglo
XIX y durante las dictaduras totalitarias del siglo XX, incluida la soviética-
y seguramente que todo/as hemos participado en alguna. Sin embargo, su utilidad
real últimamente se está poniendo en entredicho. ¿Ha muerto la huelga como
instrumento de presión?
Las huelgas con mayor
impacto y que afectan a más personas suelen ser hoy por hoy aquellas convocadas
en los servicios públicos. Es la culminación de las medidas de presión ideadas
por los sindicatos para negociar con la administración pública, contando con
que el desgaste que sufre el gobierno de turno ante los electores le obligará a
actuar rápidamente y de manera favorable a sus intereses. Sin embargo, algunas
de las huelgas y protestas más intensas desarrolladas en España en los últimos
años, como por ejemplo las que han tenido lugar en la Comunidad de Madrid, se
han mostrado como un fracaso a la hora de conseguir algún beneficio para los
trabajadores. Es más, han terminado desgastando a los sindicatos antes que al
Gobierno regional del Partido Popular, que además consiguió salir reforzado.
Por ejemplo, en las
navidades de 2007 los sindicatos de los servicios de limpieza del metro
convocaron una huelga, lo que provocó que las estaciones del interurbano
estuvieran llenas de basura durante días. Pero lejos de querer negociar y de temer
algún perjuicio a su imagen por mantener el metro sucio en Navidad, la entonces
presidenta regional Esperanza Aguirre contraatacó culpabilizando a los
sindicatos y endureciendo el clima de la negociación haciendo imposible llegar
a un acuerdo. Consiguió darle la vuelta al problema siendo entonces los
sindicatos los que tuvieron que mantener la huelga para no salir derrotados,
con el consiguiente desgaste de su imagen y discurso, y con la dificultad
añadida de que los trabajadores no cobraban las jornadas de protesta. Al final
ganó Aguirre.
Otro ejemplo. A finales
de junio de 2010 los trabajadores otra vez de Metro de Madrid convocaron una huelga sin respetar los
servicios mínimos para protestar por los recortes aprobados por el Gobierno de
Aguirre ignorando el convenio colectivo. Los hechos fueron muy parecidos a los
señalados arriba. La ciudad de Madrid se paralizó durante días. Aguirre estuvo
más ágil y se adueñó de la iniciativa mediática desde el primer momento al
calificar la huelga de “salvaje” y de restar razón y legitimidad a los
sindicatos.
El Gobierno regional ofreció
a los ciudadanos enfadados un culpable escapándose a su vez de jugar ese papel.
Por mucho que los sindicatos y la izquierda trataran de responsabilizar a
Aguirre, ella ya había ganado la batalla mediática y los sindicatos se vieron
acorralados: si desconvocaban la huelga sin conseguir nada a cambio perderían
apoyos entre los trabajadores; en cambio si la mantenían, sufrirían un duro
desgaste social y por cada día que pasaba sin resultados, también perderían
apoyos en Metro, ya que muchos trabajadores no podían permitirse pasar un
número indefinido de días sin cobrar. Al final, también ganó Aguirre.
Más ejemplos. La
comunidad educativa (profesores, padres y alumnos) encadenó en 2011-2012
protestas y huelgas contra los recortes educativos del Gobierno madrileño en lo
que mediáticamente se denominó “marea verde”. Las jornadas de huelga y de
manifestaciones se sucedieron, pero al igual que en los ejemplos anteriores,
Aguirre no tomó ninguna medida excepto la de dar la batalla mediática tratando
de desgastar a sus contrarios con ayuda del tiempo.
Al final llegaron los
exámenes y el verano y las protestas se desmovilizaron hasta el curso
siguiente, pero sin poder repetir la
fuerza y el empuje inicial y sin que Aguirre hubiera estado obligada a tomar ninguna
de las medidas reivindicadas. Fue una nueva victoria para la presidenta
madrileña con consecuencias nefastas para el movimiento sindical en el ámbito
educativo, ya que muchos docentes perdieron la confianza.
Estos ejemplos se
circunscriben a la Comunidad de Madrid y son pioneros con respecto a lo que
vendría después en el resto de España. Y es que tienen como protagonista a la ex
presidenta madrileña Esperanza Aguirre, que tanto disfruta comparándose con
Margaret Thatcher, la “Dama de Hierro” que también ganó el pulso a los
sindicatos británicos en los años 80 poniendo fin a su influencia y
posibilitando así la aplicación de sus políticas neoliberales en el Reino Unido.
Aguirre y sus sucesores en el PP encarnan en España la nueva voluntad de la
derecha a nivel global de no pactar con los defensores del Estado social. De
hecho, miembros de este grupo incluso han pedido públicamente la limitación del
derecho a la huelga y a la manifestación, como por ejemplo el actual presidente
de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, o la delegada del Gobierno en
Madrid, Cristina Cifuentes.
La reforma laboral: ataque
directo al Estado de Bienestar
Esta voluntad de hierro
de los conservadores españoles está inspirada en la revolución neoconservadora
iniciada en los años 80 en EEUU y el Reino Unido. Hoy cabalga alimentada por la
crisis y los discursos neoliberales mientras se desmantela poco a poco el
carácter redistributivo y social de la administración pública. Es decir, se
aprovecha la crisis para destruir el maltrecho Estado del Bienestar y cambiar
las relaciones laborales que lo sustentan basado en un sistema de seguridad y
bienestar social público.
Este cambio de las
relaciones laborales tiene nombre: la reforma laboral. La crisis ha impulsado
en España dos reformas laborales en los últimos tres años que facilitan el
despido fijando en mínimos la indemnización para los trabajadores, entre otros
aspectos. Dicen que así se eliminan costes salariales para las empresas y se
aumenta su competitividad. Pero también es el inicio de un cambio en las
relaciones laborales en este país que instala definitivamente la precariedad y
la brecha salarial entre una minoría con sueldos altos y una gran mayoría con
sueldos prácticamente de subsistencia que apenas cotiza a la Seguridad Social.
Por ejemplo, y según un
estudio publicado recientemente por la revista británica The Economist, España
es el cuarto país europeo con la mayor brecha salarial. “Un empleado español
con un suelo medio necesita trabajar ininterrumpidamente siete días
para ganar lo mismo que recibe el director general de su
empresa en sólo una hora. Y si el empleado
se encuentra en el tramo de salarios más bajos, la diferencia se dispara:
tendrá que emplearse a fondo durante tres semanas
seguidas para ingresar la cantidad que recibe su máximo jefe en apenas sesenta minutos”, según se cita en infolibre.es.
Con millones de
personas que no cotizan o que lo hacen muy poco, el futuro es previsible: la
incapacidad de la administración pública de recaudar suficiente como para
financiar los servicios públicos y un auge de los servicios privados
(educativos, sanitarios y de pensiones).
Todo ello viene
acompañado por unos índices de desempleo alarmantes en España que según la OCDE
pueden llegar a una tasa del 28% a pesar de breves episodios de recuperación
parcial debido a fenómenos estacionarios. Un alto índice de paro es el mejor
escenario para los empresarios, ya que son ellos los que dictan las condiciones
y los sueldos. Hay que recordar que para la construcción del Estado del
Bienestar en Europa occidental después de la Segunda Guerra Mundial era
fundamental el pleno empleo. Los sindicatos pudieron entonces presionar a los
patronos para imponer mejores condiciones y sueldos, con los que el estado pudo
financiar los servicios públicos vía impuestos. Ahora llegan los minijobs con
sueldos de hasta 500 euros al mes, una realidad que por ejemplo en Alemania ya
afecta al 22% de los trabajadores.
La siguiente
consecuencia previsible es la de la individualización de las relaciones
laborales entre trabajador y empresa poniendo fin a los convenios colectivos, debilitando
así muy significativamente la capacidad negociadora del trabajador y sus
derechos. No es casualidad que los convenios estén en el punto de mira de los
empresarios: destruirían la presencia sindical, o al menos la vaciarían de
contenido.
Ante esta situación los
sindicatos respondieron con tres huelgas generales en España: el 29 de
septiembre de 2010, y el 29 de marzo y el 14 de noviembre de 2012. Aunque el
seguimiento de las huelgas es una cuestión de interpretaciones, el caso es que
ninguna tuvo éxito, ya que la reforma laboral sigue ahí. No pasó lo mismo en
junio de 2002, cuando otra huelga general pudo impedir que prosperara el
“decretazo” de la reforma laboral impulsada por el Gobierno de José María Aznar.
Tampoco han podido
cambiar nada las infinitas movilizaciones y huelgas sectoriales en los
servicios públicos en todo el país. Se puede decir, por tanto, que la paulatina
pérdida de eficacia de la huelga es un síntoma de las horas bajas de los
sindicatos.
Bajada masiva de la
afiliación sindical
Los sindicatos
españoles mantienen los mismos principios y sistemas de protesta y de
movilización de las últimas décadas, y eso a pesar de que la sociedad y el
mundo laboral han cambiado radicalmente. Como hemos visto, la relación entre
capital y trabajo ya no es la misma. La consecuencia es que, desde que comenzó
la crisis financiera en 2008, en España hay medio millón menos de afiliados a
la UGT y a CC OO.
De cara al futuro el
horizonte parece todavía más negro, ya que entre los jóvenes menores de 30 años
la afiliación es de menos del 10%, mientras que se mantiene en cotas también
bajas de entorno al 20% entre los mayores de 45 años.
Según un informe de la
“Fundación 1 de Mayo” de CCOO fechado en mayo de 2012, en España sólo el 19% de
los trabajadores está afiliado a algún sindicato. En el resto de países
europeos, sorprendentemente Francia es el que cuenta con menos porcentaje de
afiliación (8%), aunque sus sindicatos son capaces de movilizar masivamente a
los trabajadores.
Los que más porcentaje
de afiliación tienen son los países nórdicos (Suecia, Finlandia y Dinamarca) en
torno al 80%. Estos países cuentan con una larga y sólida tradición de Estado
del Bienestar y la vinculación de los sindicatos con él es crucial, ya que, por
ejemplo, el cobro de las prestaciones por desempleo se hace a través de las
centrales sindicales. Pero estas son sólo excepciones. Lo normal es que
solamente uno de cada cuatro trabajadores europeos esté sindicado, como muestra
la media de la UE del 23%, y con tendencia a la baja.
Necesidad urgente de
adaptación
Los sindicatos no han
sabido adaptarse a la precariedad laboral, a la llegada de la inmigración en la
época anterior a la crisis -y a la ocupación de los puestos de trabajo sin
cualificación por esta mano de obra-, a la bajada de los salarios, y en los
últimos años, al aumento masivo del desempleo.
Es decir, el actual
marco laboral inestable, precario e individualizado pone en riesgo la
existencia misma de los sindicatos, que no están diseñados para esta realidad
sino para representar a trabajadores con empleos estables como se da por
ejemplo en la función pública entre los funcionarios, pero cada vez menos. Es
por ello que el único bastión que les queda a las centrales sindicales son los
trabajadores de los servicios públicos.
Esto se debe a la
actual tendencia de cambio en las relaciones entre capital y trabajo, ya que
como se ha indicado arriba, se individualizan las relaciones laborales, las
condiciones y el status, barriendo los convenios colectivos haciendo imposible
una representación de los trabajadores en masa. Se impone el “divide y
vencerás”, y allí los sindicatos poco pueden hacer si el empresario impone
condiciones individuales a cada empleado.
Los sindicatos, a pesar
de todo, siguen siendo las únicas organizaciones con legitimidad legal e
histórica para representar a los trabajadores. Sin embargo, tienen que
reaccionar y replantear su diseño y organización para adecuarse a la nueva
realidad del mundo laboral, atomizada e individualizada. Cuanto antes se pongan
en práctica métodos de movilización y de protesta más eficaces, antes se podrá presionar
mejor para tratar de frenar el constante recorte del Estado social y de su
calidad. Para ello hace falta discurso, recursos y capacidad de innovación,
algo muy difícil para unas centrales sindicales altamente burocratizadas pero
que deben afrontar si no quieren que los hechos les vacíen de contenido.
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