lunes, 6 de abril de 2015

Políticos e instituciones, ¿despojados del poder y despreciados?



Las reglas del juego político están cambiando. Aunque los ciudadanos siguen votando a sus diputados y de los parlamentos siguen surgiendo gobiernos, su soberanía es cada vez menor. Otros actores políticos y económicos que no han sido elegidos por los ciudadanos están tomando las principales decisiones que afectan a las personas, lo que provoca que las instituciones y las clases políticas domésticas se vean cada vez más devaluadas e incluso despreciadas.

Cada día los medios de comunicación muestran ejemplos de gobiernos que están perdiendo margen de maniobra. Ya no tienen la capacidad de decidir y, sobre todo, de imponer sus decisiones soberanas en un mundo globalizado en el que los estados nacionales han dejado de ser los actores principales de la acción política. Organizaciones supranacionales, como la Unión Europea, son las que definen hoy los marcos jurídicos en los que se toman las decisiones políticas de los estados, mientras que las decisiones económicas vienen dadas por los poderes financieros, los llamados mercados, que son los que tienen la última palabra, como están demostrando casi a diario desde que comenzó la crisis económica y del euro.  

El sociólogo y politólogo Ignacio Sotelo afirma en su ensayo  “España a la salida de la crisis” que “en tres décadas, el neoliberalismo triunfante desemboca en una crisis de grandes dimensiones que ha terminado por consolidar un nuevo tipo de capitalismo, el financiero, con el que el poder pasa de las compañías industriales a los grandes consorcios financieros de inversión”.

La falta de arraigo en un territorio concreto y de estabilidad son dos características de este capitalismo financiero, que utiliza la falta de regulación a nivel global y la incapacidad de los estados para defender su soberanía a nivel nacional para moverse libremente por el mundo en busca de negocio y beneficio sin prácticamente trabas. Esta movilidad ha sido definida por el sociólogo Zygmunt Bauman como “modernidad líquida”.

El Estado nacional se encuentra absolutamente a merced de esta movilidad, ya que depende de los recursos del capitalismo financiero para el funcionamiento de su economía, pero apenas cuenta con capacidad para imponer sus condiciones. Estas son dictadas por los mercados bajo la amenaza de marcharse del lugar de producción, causando estragos en las economías afectadas. Y esas condiciones impuestas al Estado suelen ser tajantes: rebajas fiscales, reformas laborales, privatización de servicios, cambios en el ordenamiento jurídico para controlar la deuda, etc. “Parece haber poca esperanza de rescatar los servicios estatales que proporcionaban certidumbre y seguridad”, lamenta Bauman, que habla de la existencia de un “divorcio entre el poder y la política”. Es decir, el poder político y el papel del estado tradicional están dando paso a otro poder más difuso y volátil. 


La política ha perdido el poder

Esta pérdida de poder provoca que los políticos y las instituciones políticas tradicionales sufran un serio problema de imagen de cara a los ciudadanos: la crisis ha demostrado que no pueden imponer sus reglas, capacidad que ha pasado a otros actores no democráticos que se alejan del control de los ciudadanos. Es decir, las instituciones nacionales parecen débiles y la clase política incapaz de solucionar los problemas de los ciudadanos. Y éstos, en vez de exigir responsabilidades a los nuevos poderes, parece que reprochan a sus representantes su debilidad. Por ejemplo en España, según los datos del barómetro del CIS del pasado mes de febrero, “Los/as políticos/as en general, los partidos y la política” son considerados el cuarto mayor problema del país. Además, un 75,9% considera la situación política como “mala” o “muy mala”.



A la mala estimación de la situación política le acompaña una pésima valoración de las instituciones. El barómetro del CIS de abril de 2014 es el último publicado en el momento de escribir este artículo en el que se pregunta directamente por la valoración de las diferentes instituciones del Estado. Los resultados son bastante elocuentes: los partidos políticos (1,89), el Gobierno (2,45), los sindicatos (2,51), el Parlamento (2,63), las organizaciones empresariales (2,94) y los parlamentos autonómicos (2,99) no superan los tres puntos de confianza en una escala entre 0 (ninguna confianza) y 10 (mucha confianza).

Para comparar, en el barómetro del CIS de octubre de 2006, antes de que comenzara la crisis económica, la desconfianza en los partidos políticos era menor (3,41), así como en los sindicatos (4,22) y en las organizaciones empresariales (4,31). También era mayor la confianza en el Gobierno (4,60), el Parlamento (4,52) y en los parlamentos autonómicos (4,90). En general, en octubre de 2006 un 50,1% de los españoles decía sentirse satisfecho o muy satisfecho con el funcionamiento de la democracia en España frente a un 45,1% que decía sentirse poco o nada satisfecho.    

La pérdida de poder provoca rechazo

Teniendo en cuenta estos datos, se podría sugerir que existe una relación entre la pérdida de poder de la clase política y de las instituciones con su pérdida de popularidad. ¿Por qué?

En su obra “Los orígenes del totalitarismo”, la filósofa política judeo-alemana Hannah Arendt echa mano de Alexis de Tocqueville y de su obra “El Antiguo Régimen y la Revolución” para buscar una respuesta. El autor francés, del S. XIX, estudió los motivos por los cuales surgió el  odio desenfrenado del pueblo hacia la aristocracia al principio del periodo revolucionario en 1789, y el principal descubrimiento de Tocqueville, según Hannah Arendt, es tan claro como brutalmente directo: “La evidencia de la pérdida del poder de la aristocracia fue lo que provocó el odio del pueblo”.


Según Arendt, “solamente cuando la aristocracia perdió sus privilegios bajo la monarquía absoluta, y entre ellos el privilegio de explotar y de subyugar, fue percibido por el pueblo como un elemento parasitario. Ya no servía para nada, ni siquiera para dominar. En otras palabras, lo que se considera insoportable es menos la explotación y la dominación como tales; más irritante resulta la riqueza sin ninguna función aparente, porque nadie entiende por qué se debería respetar”.  

Arendt continúa afirmando que “lo que hace que las personas obedezcan o soporten el verdadero poder, pero odien la riqueza sin poder, es el instinto político que les dice que el poder desempeña una función, no es inútil. Incluso la explotación y la dominación hacen que la sociedad funcione y crean una especie de orden. Solamente la riqueza sin poder y el orgullo sin voluntad política son considerados parasitarios, superfluos y desafiantes; desafían a los resentimientos porque crean unas condiciones en las que ya no se pueden desarrollar las relaciones entre las personas. La riqueza que no explota, ni siquiera conoce la relación humana que une al explotador con el explotado, y el orgullo sin voluntad política demuestra que ni si quiera se siente el mínimo interés que necesariamente debería existir por parte del dominador hacia el dominado”.       

Es decir, las personas solamente respetan el poder cuando perciben ese poder. En el momento en el que determinadas instituciones o clases políticas muestran una pérdida de poder, pasan de ser temidas y respetadas a ser despreciadas.


Sin poder, sin legitimidad

El politólogo, jurista y político italiano Gaetano Mosca, escribió hace más de un siglo su obra “La clase política” y en ella explicó la manera en la que esta clase puede perder su legitimidad ante los gobernados. Según Mosca, “la base jurídica y moral sobre la que se apoya el poder de la clase política en todas las sociedades, es la que llamamos fórmula política”. Esta “fórmula” se compondría de una serie de valores, discursos y comportamientos por parte de la clase política que darían respuesta a la “necesidad, tan universalmente experimentada, de gobernar y sentirse gobernado, no en base a la fuerza material e intelectual, sino a un principio moral”, según Mosca.

Pero a la vez advirtió de que la legitimidad que los gobernados están dispuestos a otorgar a los gobernantes tiene sus condiciones y sus límites. Los gobernantes no deberían olvidar nunca que su legitimidad, su “fórmula política, debe fundarse sobre las creencias y sentimientos más fuertes, específicos del grupo social en el cual está en vigencia”.

Por lo tanto, y aplicando este concepto de Mosca, si la fórmula política se transforma o lo hace la sociedad sobre la que descansa, la clase política pierde la legitimidad de gobernar que había tenido antes. Y la fórmula política está cambiando. 

Artículo disponible en Ssociólogos.com

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