Las
reglas del juego político están cambiando. Aunque los ciudadanos siguen votando
a sus diputados y de los parlamentos siguen surgiendo gobiernos, su soberanía
es cada vez menor. Otros actores políticos y económicos que no han sido
elegidos por los ciudadanos están tomando las principales decisiones que
afectan a las personas, lo que provoca que las instituciones y las clases
políticas domésticas se vean cada vez más devaluadas e incluso despreciadas.
Cada día los medios de
comunicación muestran ejemplos de gobiernos que están perdiendo margen de
maniobra. Ya no tienen la capacidad de decidir y, sobre todo, de imponer sus
decisiones soberanas en un mundo globalizado en el que los estados nacionales
han dejado de ser los actores principales de la acción política. Organizaciones
supranacionales, como la Unión Europea, son las que definen hoy los marcos
jurídicos en los que se toman las decisiones políticas de los estados, mientras
que las decisiones económicas vienen dadas por los poderes financieros, los
llamados mercados, que son los que tienen la última palabra, como están
demostrando casi a diario desde que comenzó la crisis económica y del euro.
El sociólogo y
politólogo Ignacio Sotelo afirma en su ensayo “España a la salida de la
crisis” que “en tres décadas, el neoliberalismo triunfante desemboca en una crisis de grandes dimensiones que ha
terminado por consolidar un nuevo tipo de capitalismo, el financiero,
con el que el poder pasa de las compañías industriales a los grandes consorcios
financieros de inversión”.
La falta de arraigo en
un territorio concreto y de estabilidad son dos características de este
capitalismo financiero, que utiliza la falta de regulación a nivel global y la
incapacidad de los estados para defender su soberanía a nivel nacional para
moverse libremente por el mundo en busca de negocio y beneficio sin
prácticamente trabas. Esta movilidad ha sido definida por el sociólogo Zygmunt
Bauman como “modernidad líquida”.
El Estado nacional se
encuentra absolutamente a merced de esta movilidad, ya que depende de los
recursos del capitalismo financiero para el funcionamiento de su economía, pero
apenas cuenta con capacidad para imponer sus condiciones. Estas son dictadas
por los mercados bajo la amenaza de marcharse del lugar de producción, causando
estragos en las economías afectadas. Y esas condiciones impuestas al Estado
suelen ser tajantes: rebajas fiscales, reformas laborales, privatización de
servicios, cambios en el ordenamiento jurídico para controlar la deuda, etc. “Parece haber poca esperanza de rescatar los
servicios estatales que proporcionaban certidumbre y seguridad”, lamenta
Bauman, que habla de la existencia de un “divorcio entre el poder y la
política”. Es decir, el poder político y el papel del estado tradicional están
dando paso a otro poder más difuso y volátil.
La
política ha perdido el poder
Esta pérdida de poder
provoca que los políticos y las instituciones políticas tradicionales sufran un
serio problema de imagen de cara a los ciudadanos: la crisis ha demostrado que no
pueden imponer sus reglas, capacidad que ha pasado a otros actores no
democráticos que se alejan del control de los ciudadanos. Es decir, las
instituciones nacionales parecen débiles y la clase política incapaz de
solucionar los problemas de los ciudadanos. Y éstos, en vez de exigir
responsabilidades a los nuevos poderes, parece que reprochan a sus
representantes su debilidad. Por ejemplo en España, según los datos del
barómetro del CIS del pasado mes de febrero, “Los/as políticos/as en general,
los partidos y la política” son considerados el cuarto mayor problema del país.
Además, un 75,9% considera la situación política como “mala” o “muy mala”.
A la mala estimación de
la situación política le acompaña una pésima
valoración de las instituciones. El barómetro del CIS de abril de 2014 es
el último publicado en el momento de escribir este artículo en el que se
pregunta directamente por la valoración de las diferentes instituciones del
Estado. Los resultados son bastante elocuentes: los partidos políticos (1,89),
el Gobierno (2,45), los sindicatos (2,51), el Parlamento (2,63), las
organizaciones empresariales (2,94) y los parlamentos autonómicos (2,99) no
superan los tres puntos de confianza en una escala entre 0 (ninguna confianza)
y 10 (mucha confianza).
Para comparar, en el barómetro
del CIS de octubre de 2006, antes de que comenzara la crisis económica, la desconfianza en los partidos políticos era
menor (3,41), así como en los sindicatos (4,22) y en las organizaciones
empresariales (4,31). También era mayor la confianza en el Gobierno (4,60), el
Parlamento (4,52) y en los parlamentos autonómicos (4,90). En general, en
octubre de 2006 un 50,1% de los españoles decía sentirse satisfecho o muy
satisfecho con el funcionamiento de la democracia en España frente a un 45,1%
que decía sentirse poco o nada satisfecho.
La
pérdida de poder provoca rechazo
Teniendo en cuenta
estos datos, se podría sugerir que existe una relación entre la pérdida de
poder de la clase política y de las instituciones con su pérdida de
popularidad. ¿Por qué?
En su obra “Los
orígenes del totalitarismo”, la filósofa política judeo-alemana Hannah Arendt
echa mano de Alexis de Tocqueville y de su obra “El Antiguo Régimen y la
Revolución” para buscar una respuesta. El autor francés, del S. XIX, estudió
los motivos por los cuales surgió el
odio desenfrenado del pueblo hacia la aristocracia al principio del
periodo revolucionario en 1789, y el principal descubrimiento de Tocqueville,
según Hannah Arendt, es tan claro como brutalmente directo: “La evidencia de la
pérdida del poder de la aristocracia fue lo que provocó el odio del pueblo”.
Según Arendt,
“solamente cuando la aristocracia perdió sus privilegios bajo la monarquía
absoluta, y entre ellos el privilegio de explotar y de subyugar, fue percibido
por el pueblo como un elemento parasitario. Ya no servía para nada, ni siquiera
para dominar. En otras palabras, lo que se considera insoportable es menos la
explotación y la dominación como tales; más irritante resulta la riqueza sin
ninguna función aparente, porque nadie entiende por qué se debería respetar”.
Arendt continúa
afirmando que “lo que hace que las personas obedezcan o soporten el verdadero
poder, pero odien la riqueza sin poder, es el instinto político que les dice
que el poder desempeña una función, no es inútil. Incluso la explotación y la
dominación hacen que la sociedad funcione y crean una especie de orden.
Solamente la riqueza sin poder y el orgullo sin voluntad política son
considerados parasitarios, superfluos y desafiantes; desafían a los
resentimientos porque crean unas condiciones en las que ya no se pueden
desarrollar las relaciones entre las personas. La riqueza que no explota, ni
siquiera conoce la relación humana que une al explotador con el explotado, y el
orgullo sin voluntad política demuestra que ni si quiera se siente el mínimo
interés que necesariamente debería existir por parte del dominador hacia el
dominado”.
Es decir, las personas
solamente respetan el poder cuando perciben ese poder. En el momento en el que
determinadas instituciones o clases políticas muestran una pérdida de poder,
pasan de ser temidas y respetadas a ser despreciadas.
Sin
poder, sin legitimidad
El politólogo, jurista
y político italiano Gaetano Mosca, escribió hace más de un siglo su obra “La
clase política” y en ella explicó la manera en la que esta clase puede perder
su legitimidad ante los gobernados. Según Mosca, “la base jurídica y moral
sobre la que se apoya el poder de la clase política en todas las sociedades, es
la que llamamos fórmula política”.
Esta “fórmula” se compondría de una serie de valores, discursos y
comportamientos por parte de la clase política que darían respuesta a la
“necesidad, tan universalmente experimentada, de gobernar y sentirse gobernado,
no en base a la fuerza material e intelectual, sino a un principio moral”, según Mosca.
Pero a la
vez advirtió de que la legitimidad que los gobernados están dispuestos a
otorgar a los gobernantes tiene sus condiciones y sus límites. Los gobernantes
no deberían olvidar nunca que su legitimidad, su “fórmula política, debe
fundarse sobre las creencias y sentimientos más fuertes, específicos del grupo
social en el cual está en vigencia”.
Por lo tanto, y
aplicando este concepto de Mosca, si la fórmula política se transforma o lo
hace la sociedad sobre la que descansa, la
clase política pierde la legitimidad de gobernar que había tenido antes.
Y la fórmula política está cambiando.
Artículo disponible en Ssociólogos.com
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