miércoles, 4 de enero de 2012

LAS LLAMAS QUE CAMBIARON EL MEDITERRÁNEO

Cuando el 17 de diciembre de 2010 las llamas devoraron al joven tunecino Mohammed Bouazizi nadie pensó que su sacrificio cambiaría la vida de millones de sus compatriotas y de la mayoría de los árabes. Su muerte, fruto de la desesperación generada por el desempleo y un régimen despótico ineficiente y corrupto no fue relatada en ningún informativo internacional. No parecía interesante. Su suicidio parecía un caso sin importancia en una dictadura fiel a Occidente cuyos habitantes parecían resignados a la pobreza e insignificancia. La incineración a lo bonzo de Mohammed era un acto de alguien que no tenía, literalmente, nada que perder. Sin embargo, un año después quienes lo han perdido todo son las dictaduras de Túnez, Libia y Egipto, barridas por sus pueblos.

La llamada ‘Primavera Árabe’ demostró que la furia y la rabia del pueblo es suficiente para cambiar las cosas. Puso en evidencia a Al Queda y su estrategia terrorista y ultraislamista, que trataba de legitimarse declarando la guerra a los dictadores pero sin resultados más allá de ser la excusa perfecta para endurecer aún más la represión y justificar el aumento de la presencia de EE UU en Oriente Próximo y Medio. También puso en evidencia la estrategia de Occidente, o al menos de EE UU, de exportar la democracia a punta de fusil como hicieron en Irak. Y sobre todo, ha puesto patas arriba el sistema de seguridad y de comercio de Occidente en la zona.

Diferentes caminos de la misma revuelta  

Las revueltas de Túnez, Libia y Egipto tuvieron éxito, al menos a primera vista. Sin embargo, ni la forma ni el resultado fueron los mismos. Túnez comenzó la revuelta y consiguió expulsar al dictador Ben Ali que gobernaba el país desde 1987. Se permitieron los partidos políticos, los exiliados volvieron al país y recientemente se celebraron elecciones. Fue un proceso relativamente incruento que desembocó en el nacimiento de una democracia, aunque todavía muy débil.

La Plaza Tahir.
Egipto recogió el testigo de Túnez y las poderosas protestas en la mítica Plaza Tahir de El Cairo acabaron por derrocar al dictador Hosni Mubarak, aunque con la inestimable ayuda del Ejército que tardó en decidir a qué bando apoyar. Esta institución se hizo con el poder –o mejor dicho, lo mantuvo- con la promesa de instaurar una democracia. Pero tras las elecciones parece que es reacia a entregar el control político del país, lo que ha provocado que retornen las protestas. El egipcio es un proceso en gran medida sangriento por la represión del Ejército -aunque sin llegar a la escala de una guerra civil-  que no ha conseguido consolidarse por la resistencia de los militares. Del viejo régimen se mantiene casi todo, excepto el dictador.

Ex dictadores.
El tercer escenario, Libia, representa la tercera y más violenta variante de las revueltas árabes. Comenzó como un alzamiento en la zona oriental del país contra el régimen de Gadafi, que degeneró en una guerra civil al conseguir la dictadura mantener sus posiciones en Trípoli y el oeste del país. Tras meses de combates y la intervención de la OTAN los insurgentes consiguieron la victoria simbolizada por la ejecución del dictador. El caso de Libia fue el más sangriento de los tres y a la vez el más revolucionario en el sentido de que es el único que de verdad ha destruido los cimientos del régimen anterior.

Así, la orilla sur del Mediterráneo ha pasado en un año de ser gobernada por regímenes dependientes de Occidente –incluida Libia que estaba en pleno proceso de acercamiento- a encontrarse en pleno proceso de cambio político, escapando poco a poco del control casi colonial de Europa y de EE UU, al menos en un principio.

El islamismo moderado, ¿herramienta para la independencia real?

La clave de este proceso está en el auge del islamismo moderado en los tres países, como han demostrado las diferentes elecciones celebradas en la orilla sur del Mediterráneo. En Túnez y Egipto ganaron en las urnas, y en Libia su influencia no pone en duda su futura victoria. Detrás de este auge está, sin duda, la búsqueda de la independencia real con respecto a Occidente, tanto política como económica, para conseguir así el verdadero objetivo de las revueltas populares: mejorar la calidad de vida de las personas.

Y resulta comprensible que, en un primer momento, apuesten por el islamismo moderado, el único movimiento con legitimidad. Los antiguos partidos socialistas y revolucionarios murieron tras la desaparición de la URSS hace 20 años o se transformaron en perdiendo su esencia progresista. Las élites pro occidentales demostraron durante las últimas décadas no gobernar por el bien de sus pueblos y al margen de los métodos democráticos. Y los ultraislamistas son demasiado radicales y violentos, y su visión del mundo propia de la Edad Media carece de credibilidad.

Erdogan y Putin.
El islamismo moderado en el Mediterráneo también cuenta con un nuevo ‘sponsor’ que le anima y apoya: Turquía. Su gobierno, también islamista moderado, ha realizado en el último año un viraje espectacular en su política exterior. Harta de esperar eternamente a ser aceptada en la UE –expectativa que se aleja cada día a medida que la crisis económica y del Euro avanzan- Ankara ha decidido romper sus lazos estratégicos con Israel y actuar como protector de los islamistas moderados de los países que hace un siglo pertenecían al antiguo Imperio Otomano.

Turquía se aleja de Occidente y se acerca a sus competidores, como Rusia. Recientemente ha firmado un acuerdo con Moscú que le permite trazar un gaseoducto por su territorio para abastecer la zona de los Balcanes. Ankara ha preferido el proyecto ruso al proyecto de la UE, que busca desesperadamente su independencia energética.

Toda una declaración de intenciones con la que demuestra que prefiere apoyar a su antiguo enemigo y rival ruso frente a Europa, así como extender su influencia en la orilla sur del Mediterráneo frente a los intentos occidentales de mantener su hegemonía política y económica en la zona. Toda una revolución diplomática que está cambiando las relaciones internacionales de la zona y que tendrá repercusiones a todos los niveles, no sólo para los árabes (España depende del gas argelino para funcionar).

Este escenario lo ha hecho posible la muerte de Mohammed Bouazizi. Cuando se quemó a lo bonzo hace un año lo hizo para protestar contra la injusticia y la pobreza en su país. Por el momento la mayoría de su gente sigue siendo pobre. Pero se está empezando a sentar las bases para un nuevo escenario en el que los países de la orilla sur del Mediterráneo podrán renegociar su situación frente a Occidente, si éste se lo permite. Pero Occidente está en crisis.  

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