domingo, 26 de enero de 2014

“La crisis de la democracia es la crisis de periodismo”


Walter Lippmann.
La opinión pública española considera que la democracia parlamentaria está en crisis, no por el surgimiento de otros modelos políticos alternativos, sino debido al desprestigio de sus propios actores. Los políticos son señalados como responsables de su decadencia. ¿Pero qué pasa con otros actores igual de cruciales para la salud democrática como son los medios de comunicación? Ya en 1920 el periodista Walter Lippmann describió la influencia de los informadores. Dijo, “la crisis de la democracia es la crisis del periodismo”. ¿Son los medios también responsables?

El mítico periodista estadounidense Walter Lippmann publicó en 1920 el ensayo “Libertad y prensa” (Liberty and the News) , un texto en el que vincula directamente la salud de la democracia con la salud del periodismo.

Lippmann explicaba que en una democracia de masas en un mundo moderno, burocratizado y complejo, la acción parlamentaria se estaba “volviendo notablemente ineficaz”. Como consecuencia había surgido “una clase de gobierno que se ha descrito abiertamente como autocracia plebiscitaria o gobierno por los periódicos”.  

La opinión pública, es decir la opinión de los votantes, se habría convertido en el elemento político crucial en vez del Parlamento. Por su parte, los políticos que quieren llegar al gobierno y los gobiernos que desean ser reelegidos, deben tener muy en cuenta esa opinión por lo que su futuro depende de la información que reciben los votantes. Para que la democracia funcione, esta información debe ser veraz (que no es lo mismo que verosímil), seria y responsable para que las decisiones que se tomen sean las mejores para la sociedad.

Sin embargo, esa información es suministrada por los medios de comunicación que son, a su vez, en su mayoría entes privados con intereses privados que no tienen por qué coincidir con el interés general. Lippmann ya advirtió sobre los riesgos entraña para la democracia: “Las noticias son la principal fuente de opinión por la que se guían los gobiernos en la actualidad. En la medida en que se interponga entre el ciudadano común y los hechos una organización de noticias guiada por criterios enteramente privados y ajenos a todo examen, no importa lo sublime que sean, nadie podrá afirmar que la esencia del gobierno democrático esté segura”.


Conflicto de intereses

¿Es incompatible el interés de un medio con la democracia? Hace casi un siglo Lippmann planteó el conflicto entre los intereses privados de los dueños de los medios de comunicación con los intereses del consenso social, básico para el funcionamiento de la democracia.

Las columnas de prensa son mensajeros”, afirmaba Lippmann. “Cuando quienes las controlan se arrogan el derecho de determinar según sus convicciones qué es noticia y con qué fin, la democracia deja de funcionar y la opinión pública se bloquea”. En este sentido Lippmann llegaba a ser bastante explícito cuando afirmaba que “la opinión pública aparece ella misma agrupada en torno a determinados grupos particulares que actúan como órganos del gobierno al margen de toda regulación”.

Es decir, cuando a la hora de publicar una información prima el interés privado sobre el interés común, la verdad ya no constituye la materia prima de la información que los ciudadanos reciben para tomar sus decisiones y la democracia queda adulterada y dañada. Esto hizo plantearse a Lippmann la siguiente cuestión crucial sobre el futuro de la democracia: “¿Un gobierno basado en el consenso puede sobrevivir en una época en que la manufactura del consenso está en manos de una actividad privada que carece de regulación?


¿Regulación sí o no?

A raíz de este planteamiento el periodista estadounidense abordaba indirectamente un asunto espinoso pero no por ello menos importante: ¿Es posible una democracia sin un control de la calidad del periodismo? Pero también, ¿es posible un periodismo controlado?

Lippmann defendía un periodismo veraz e independiente (incluso de sus propios propietarios). Es decir, un periodismo libre, cuya importancia era tal para él que incluso constituía la esencia de su propia definición de libertad. Decía: “La libertad es el nombre que damos a las medidas mediante las cuales protegemos e incrementamos la veracidad de la información sobre la base de la cual actuamos”.

Es decir, la libertad de prensa es fundamental para su independencia y por lo tanto para que se publique la verdad y hacer posible la democracia. Pero también es cierto que esa libertad permite jugar con la verdad dañando así la información, ya que la tergiversación queda impune. Lippmann ponía el siguiente ejemplo bastante gráfico: “Si yo miento en un pleito sobre la suerte de la vaca de mi vecino puedo ir a la cárcel. En cambio, si miento a un millón de personas en un tema que afecta a la guerra o a la paz, puedo decir lo que me plazca y, si elijo la serie adecuada de mentiras, resultar sin responsabilidad alguna”.

Surge un problema. La enorme responsabilidad de la prensa en el funcionamiento de la democracia le obliga a publicar la verdad y hacerlo con rigor. Pero, ¿quién controla que así sea? ¿Los poderes públicos? ¿Otros poderes privados? ¿El mismo periodista? Todas las respuestas son polémicas ya que no existe un control sincero y completamente neutral que obligue a un periodista a ser veraz, e incluso las propias nociones de libertad y de independencia rechazan cualquier tipo de control.

Sin embargo, los intereses ajenos (y propios) del periodista no son los únicos enemigos de la verdad a la hora de informar a la sociedad. La propia sociedad y las condiciones del entorno del periodista influyen en su trabajo.  


La sobreinformación y la precariedad en el periodismo

Ya en 1920 Lippmann observó que la propia complejidad de la sociedad moderna hace muy difícil que las noticias sean tratadas con el rigor que merecen, así como su interpretación correcta por parte del público. Como decía Lippmann: “Esta vasta reelaboración de los asuntos de la política es la raíz de todo el problema. Las noticias llegan desde la distancia; llegan sin orden ni concierto, en una confusión inconcebible; abordan materias que no son fáciles de entender; y son asimiladas por gente ocupada y cansada que tiene que contentarse con lo que le dan”.

Esta frase tiene casi un siglo pero perfectamente podría trasladarse al actual panorama mediático caracterizado por el bombardeo constante de información, la rapidez y brevedad (de 140 caracteres) que se exigen para informar sobre cuestiones cruciales para la vida de los ciudadanos. Éstos a su vez apenas pueden asimilar esta sobreinformación, por lo que se quedan con simples generalidades y titulares de lo que ocurre. Así configuran la opinión pública que es la que domina el rumbo de la democracia.

Por otro lado, los periodistas sufren cada vez una mayor carga de trabajo que les impide analizar mejor sus informaciones, y una precariedad laboral que les empuja a una mayor dependencia de los dueños de los medios de comunicación y por lo tanto de sus intereses privados. Pero no se trata de una situación nueva. Como ya decía Lippmann hace casi un siglo, la identificación de los periodistas dependientes con los intereses de sus patrones provoca que “el trabajo de los reporteros ha terminado así por confundirse con el de los predicadores, los misioneros, los profetas y los agitadores”.

Esta degradación tiene su causa en la vulnerabilidad de los periodistas que no ha dejado nunca de ser una realidad, tanto en 1920 como en la actualidad. Según el “Informe Anual de la Profesión Periodística 2013” elaborado por la Asociación de la Prensa de Madrid, desde mediados de 2008 –el comienzo de la actual crisis económica en España- hasta octubre de 2013, se han visto afectados 11.151 empleos periodísticos en España, 4.434 –un 40 % del total- en 2013. Igualmente, desde mediados de 2008, se ha constatado el cierre de 284 medios, 73 correspondieron a 2013.

Muchos periodistas han sido despedidos y el resto tiene miedo a perder su trabajo. Esto incrementa el poder de sus jefes que pueden imponer impunemente sus criterios privados a los profesionales del periodismo. Por ejemplo, el 79,3% de los periodistas encuestados afirma haber recibido alguna presión por parte de sus superiores para realizar su trabajo. Como consecuencia esto afecta a la calidad de los medios de comunicación. Sólo el 56,4% de los propios periodistas confía a medias en la información que recibe a través de los medios.

Esta es la situación del periodismo en España, el actor encargado de hacer de intermediario entre los ciudadanos y la política y de configurar la opinión pública, la misma que considera que la democracia parlamentaria está en crisis. Es cada vez más complicado para los periodistas trabajar con libertad, y por lo tanto poder publicar la verdad. Lippmann ya lo advertía: “Donde todas las noticias proceden de segunda mano, donde todos los testimonios son inciertos, los hombres dejan de responder a las verdades y comienzan a hacerlo simplemente a las opiniones”.

Por lo tanto, cabe preguntarse ¿hasta qué punto los medios de comunicación reflejan una realidad cuando hablan de crisis de legitimidad de la democracia, o están reproduciendo la opinión de los intereses que les sustentan?

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