La crisis está
sirviendo de coartada para los recortes y la privatización de los servicios
públicos. Los partidarios de estas privatizaciones aseguran que la caída de los
ingresos públicos imposibilita la financiación de estos servicios y que es más
eficaz y barato que se ocupen de ellos en el sector privado. ¿Se está
aprovechando la crisis para imponer el modelo económico neoliberal?
El pasado 3 de
septiembre un juzgado de Madrid paralizó el proceso de privatización de seis
hospitales públicos en la Comunidad de Madrid, paralización que fue confirmada
días más tarde por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid. Un sindicato
médico puso una denuncia al considerar que esta privatización atentaba contra
el derecho universal a recibir una asistencia sanitaria, y el juez decidió
parar el proceso al considerar que, de continuar, se podría incurrir a daños
irreparables con respecto a la capacidad de los ciudadanos para poder ejercer
ese derecho.
El auto judicial,
además, ponía en duda que la privatización de los hospitales fuera el modelo de
gestión más eficaz de los mismos, precisamente el argumento utilizado por el
Gobierno de la Comunidad de Madrid (del PP) para justificar la venta de los centros
hospitalarios. El PP dice que con la privatización se ahorra más de un 25% de
gasto con respecto a la gestión pública. En concreto, el consejero de Sanidad de Madrid, Javier
Fernández-Lasquetty, ha manifestado, para justificar su apuesta de ceder al
sector privado seis hospitales, que la atención en estos centros cuesta 600
euros por habitante, mientras que en los de gestión privada es de 441 euros, un
26,5% inferior. La crisis, continúan los partidarios de la privatización, hace
imposible mantener los actuales costes de los servicios públicos, por lo que
hay que recortar y vender, sin que ello vaya a repercutir negativamente en la
calidad.
Pero existe un modelo
previo de privatización sanitaria en España, el modelo Alzira, llamado así por
el hospital de esa localidad valenciana que fue el primero que pasó de ser
gestionado por la administración pública a serlo por una empresa privada en
1999. Las cifras finales de ese experimento no avalan el supuesto ahorro para
el contribuyente. Lo dice un estudio mencionado por el Diario El País el pasado
mes de enero y coordinado por Salvador
Peiró (coordinador de la unidad de investigación de servicios de salud del
Centro Superior de Investigación en Salud Pública de Valencia) y Ricard Meneu (del
Instituto de Investigación en Servicios de Salud y responsable de la revista
Gestión Clínica y Sanitaria). Las
conclusiones del estudio indican que apenas hay diferencias en el gasto por habitante entre
hospitales gestionados de forma pública o privada. En el primer caso, cuesta
entre 608 y 707 euros, y en el segundo, entre 672 y 733 euros (con datos de
2009).
Estos datos están
comenzando a calar entre la opinión pública que no entiende por qué se deben
desprender de unos hospitales que son de todos si al final se acaba pagando lo
mismo. Se preguntan por qué se privatiza si no se garantiza el ahorro y ni
mucho menos una mejor gestión desde lo privado. Esta cuestión ha provocado una
enorme contestación social con movilizaciones masivas en la calle -conocidas
como ‘marea blanca’-, así como decenas de iniciativas de partidos y sindicatos
desde la izquierda política. Una encuesta realizada por el Diario El País el
pasado mes de mayo revelaba que un 71% de los madrileños estaba en contra del
proceso de privatización. Un enorme coste y desgaste político para el PP en el
Gobierno regional y nacional. Pero el PP insiste en su empeño, a pesar de la
tremenda oposición pública y la falta de argumentos basados en la eficacia que justifiquen
el desmantelamiento del sistema público. Entonces, ¿por qué insiste el PP?
La privatización de los
servicios públicos –o su externalización como gustan decir los neoliberales- es
una cuestión de fe que va más allá del mismísimo cálculo político o de la
búsqueda de eficacia en la administración. Es parte de una manera de pensar, la
expresión de una firme convicción ideológica absolutamente arraigada en unos
sectores políticos y económicos que hace muchos años declararon la guerra al
Estado del Bienestar, al que identifican con su mayor enemigo: la socialdemocracia.
El Estado del Bienestar, la
edad de oro del keynesianismo
A partir de 1945, tras
las traumáticas experiencias de la crisis económica que siguió al crack de 1929
y de la terrible Segunda Guerra Mundial, el pensamiento económico reinante era
el keynesanismo. Sus fórmulas de actuar a favor de la demanda para estimular la
economía tuvieron un éxito asombroso y lo legitimaron hasta convertirlo en el
modelo hegemónico e indiscutible en las economías de libre mercado (enfrentadas
en ese momento a las economías dirigidas del bloque soviético en plena guerra
fría).
El keynesanismo,
resumiendo su esencia en un ejemplo que podría ser demasiado simplista, basa su
actuación estimulando la demanda en el mercado. Para ello cuenta con el poder
inestimable del Estado, la única organización capaz de financiar enormes
proyectos que ocupen a miles de trabajadores. Estos reciben un salario que
inyectan en la economía que así sale de la recesión. Como hay más empleo y más
riqueza, el Estado puede ingresar más dinero vía impuestos, por lo que puede financiar
el gasto inicial que invirtió para crear el empleo necesario para reactivar la
economía. Es decir, un círculo vicioso que se retroalimenta y que tiene al
Estado como el catalizador necesario para una economía en crisis y capaz de
invertir allí donde la empresa privada no puede o no quiere.
Este modelo fue
adoptado por la socialdemocracia de Europa occidental, que apostó por el papel
del Estado para corregir los defectos y carencias de la economía privada e incluso
para enderezarla para evitar injusticias sociales, aunque siempre reconociendo
al capitalismo como modelo inevitable. La consecuencia de esta apuesta fue el
Estado del Bienestar, la manera de corregir las desigualdades sociales y de
crear situaciones de igualdad de oportunidades a través de unos servicios
públicos que se financian a través de un sistema fiscal progresivo que grava a
los ciudadanos según su nivel de renta.
Mientras estuvo en
vigor el modelo keynesiano y se desarrollaba el Estado del Bienestar en Europa,
el Viejo Continente disfrutó de la etapa de mayor crecimiento económico y del
bienestar de su historia. En pocos años la clase trabajadora accedió a unos
derechos laborales y a una capacidad de consumo impensable tan sólo una generación
antes. Los obreros tenían vacaciones pagadas, coches, viviendas,
electrodomésticos, y sobre todo, pleno empleo.
Todo ello terminó con
la crisis del petróleo de 1973, cuando los estados de la OPEP, fundamentalmente
sus socios árabes, cortaron el suministro a los países de Europa occidental por
su apoyo a Israel durante la guerra del Yom Kippur en ese año. De pronto el
combustible del crecimiento económico, abundante y barato hasta entonces,
empezó a escasear o se tenía que pagar a precio de oro. La consecuencia fue la
crisis económica y el paro. El Estado del Bienestar, basado en el pleno empleo
y en que todos los trabajadores pagaban impuestos con los que financiar los servicios
públicos, entró en crisis al dejar muchos de los contribuyentes de pagar y a empezar
a recibir prestaciones por desempleo. El sistema empezó a estar sometido a
estrés y a gastar más de lo previsto. El modelo keynesiano omnipotente e
intocable hasta entonces comenzó a agrietarse y sus enemigos empezaron a
movilizarse.
Estos enemigos tenían a
dos referentes económicos fundamentales que negaban la aplicabilidad del
keynesianismo: Friedrich Hayek y la Escuela de Chicago en torno a Milton Friedman. Querían recuperar los viejos valores liberales de la superación y
libertad individual que habían imperado en la economía a finales del S. XIX y
la primera mitad del XX, y que habían quedado deslegitimados por las
consecuencias de la crisis de 1929. Sus seguidores serían conocidos como
neoliberales.
Adam Smith, “secuestrado”
De nuevo a riesgo de
presentar un análisis simplista, la esencia de este modelo podría resumirse en
el principio que estableció Adam Smith, el padre de la economía moderna:
“laissez faire”, dejar hacer a la economía sin ningún tipo de traba o
intervencionismo. Básicamente quiere decir que la ley de la oferta y de la
demanda es lo suficientemente fuerte como para cubrir todas las necesidades
humanas y hacerlo de manera que todos puedan acceder a los bienes y servicios
sin necesidad de la intervención de un Estado que solamente interrumpe ese
proceso. Es un principio que Smith dictó hace más de dos siglos, cuando la
libertad individual se enfrentaba al despotismo de los reyes absolutos, que
solamente recaudaban impuestos para sus cortes y ejércitos, y no para
redistribuirlos ni mucho menos entre los pobres. Pero los neoliberales han
“secuestrado” este principio del S. XVIII y lo quieren aplicar al S. XXI, a
pesar de que Smith lo pensó en una sociedad absolutamente diferente a la actual.
Los neoliberales apuestan
por eliminar toda intervención estatal, incluso en los servicios sociales, y
dejarlo en manos de la iniciativa privada. Piensan que si alguien necesita un
servicio, siempre habrá alguien dispuesto a ofrecerlo en el mercado. Los
servicios sociales públicos sólo quedarían para aquellos cuyo bajo nivel
adquisitivo no les permite pagarlo. Dándole la vuelta al modelo keynesiano, los
neoliberales no creen en los impuestos como un instrumento de redistribución de
la riqueza. De hecho, son partidarios de eliminar los tributos progresivos, los
que gravan al contribuyente por su nivel de renta, y sustituir el ingreso
perdido para el Estado mediante impuestos indirectos (IVA, tasas, etc.) que
pagan todos los contribuyentes por igual, independientemente de su nivel de
renta. Es decir, quieren que prime el interés individual sobre el colectivo.
Los neoliberales, al
contrario que los keynesianos, consideran que el Estado y los impuestos son un
estorbo para el buen camino de la economía y para crear empleo. Según este
modelo al pagar menos impuestos, los empresarios tienen menos gastos fijos, por
lo que pueden invertir ese dinero en crear más puestos de trabajo. Al crear más
empleo hay más contribuyentes que pagan IRPF y, sobre todo, consumen más, por
lo que suben los ingresos del Estado por el IVA. Es decir, los neoliberales
presentan la cuadratura del círculo: ingresar más dinero bajando los impuestos,
lo cual solamente se sostiene respetando la regla de oro del equilibrio
presupuestario, no gastar más de lo que se ingresa.
Esta idea se ha ido
imponiendo en EEUU y en Europa desde principios de los años 80, con la llamada
“revolución conservadora” de Reagan y Thatcher, y vive una situación de
hegemonía desde la desaparición de la URSS en 1991. Desde entonces se ha ido
desmantelando el Estado del Bienestar y la idea de redistribución de la riqueza
que había detrás, dejando el servicio público cada vez más como un servicio
auxiliar de asistencia a los más desfavorecidos.
La sanidad pública y la
escuela pública, dos de los pilares fundamentales de los servicios públicos,
compiten cada vez con mayor desventaja frente a las aseguradoras y los colegios
privados. Los servicios públicos sufren una decadencia provocada y un
empeoramiento de su calidad que empuja a muchos ciudadanos al sector privado,
lo que a su vez es utilizado por los neoliberales como un indicador de que
existe una gran demanda en ese sector privado que legitima su política. Es
decir, al debilitar paulatinamente al sector público alimentan al sector
privado.
España y la aplicación del
neoliberalismo
El problema y los
graves riesgos de este modelo se están evidenciando en la actual crisis
económica, en la que España presenta una tasa de paro superior al 27%. El PP es
uno de los partidos conservadores más entusiastas a la hora de defender los
principios neoliberales, unos principios que por otra parte están fuertemente
anclados en los organismos e instituciones de la economía internacional.
El FMI, el Banco
Mundial, los EEUU y la Unión Europea, funcionan con criterios básicamente
neoliberales a la hora de diseñar sus políticas económicas. Por eso rechazan
sistemáticamente aplicar el modelo keynesiano para combatir la crisis y se
niegan a realizar grandes inversiones públicas para crear empleo y motivar la
demanda –al menos se lo prohíben a los demás. Para ello se escudan en la regla
de oro del equilibrio presupuestario que impide endeudarse a los estados
(excepto para rescatar a los bancos, podría añadirse).
Por el contrario, su
apuesta para crear empleo se basa en eliminar costes de producción, en concreto
bajando los sueldos de los trabajadores, lo que se llama “moderación salarial”.
Esto sólo se consigue debilitando previamente a los sindicatos y eliminando
derechos laborales de los trabajadores, es decir la reforma laboral dictada por
un PP con mayoría absoluta en el Congreso. Sin embargo, el éxito de este modelo
está aún por ver. Por el momento sólo se ha conseguido que siga habiendo una
tasa insostenible de desempleo y una bajada de los sueldos general, que el FMI
quiere aumentar en otro 10% “para crear empleo”.
Las privatizaciones de
los servicios públicos entran en esta lógica: menor presencia del Estado en la
vida de los ciudadanos y su sustitución por una mayor presencia de las
empresas. Ocurre en la sanidad madrileña, que no sólo compite contra las
grandes aseguradoras sanitarias, sino que ve cómo se venden sus hospitales a
sus competidores privados. Ocurre en la educación, por ejemplo otra vez en
Madrid, donde el gobierno del PP recorta inversiones dejando a las escuelas y
universidades públicas en peor situación de competitividad frente a las
privadas. Y está ocurriendo en otros muchos servicios públicos.
Y ocurrirá con los
otros dos pilares del Estado del Bienestar herederos de la socialdemocracia:
las prestaciones de desempleo y las pensiones. El PP ya está presionando para
una reforma de las pensiones con la excusa de que la bajada general de los
sueldos -que ellos están imponiendo- impedirá poder pagar las pensiones del
futuro. Es el mismo discurso que el de la necesidad de las privatizaciones: la
dificultad de financiación pública. Ya avisan de que habrá que bajarlas, lo que
empuja a los ciudadanos a abrirse planes de pensiones privados. Por el momento
han anunciado que no subirán conforme a la subida anual del IPC, lo que supone
una lenta pero segura bajada del poder adquisitivo de los futuros pensionistas.
En resumen, las fuerzas
políticas y económicas están aplicando el modelo neoliberal con la excusa de la
crisis económica. Una crisis, que por otra parte, es consecuencia de la falta
de control y de reglas en los mercados financieros que fueron eliminadas precisamente
al aplicar el modelo neoliberal.
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