Es muy habitual que la oposición
en el parlamento denuncie que el Gobierno impone sus decisiones a base de
decretos sin pasar por la Cámara y sin los debates parlamentarios
correspondientes. Denuncian que así se hurta al Parlamento de su función
fundamental fiscalizadora de la acción del Poder Ejecutivo y, sobre todo, que
éste suplanta el papel parlamentario al realizar labores legislativas rompiendo
así la división de poderes básicos para la democracia. Sin embargo, las
constituciones permiten esa maniobra sin que, en ningún momento, parezca que la
democracia esté en peligro. ¿Por qué?
A los alumnos de primero de Ciencia Política se les enseña que la democracia se caracteriza,
fundamentalmente, por la división de poderes, un concepto que se atribuye a
Montesquieu, aunque tiene muchos y diferentes padres. Se trata de separar los
poderes básicos: Legislativo (la capacidad de crear las leyes), Ejecutivo (de
ejecutarlas, es decir, ponerlas en práctica) y Judicial (de juzgar a los
infractores de esas leyes e imponerles un castigo). Se trata de mantenerlos
separados para evitar que alguien tenga más poder que otros y pueda imponer su
voluntad a los demás. Esa es la clave de un sistema democrático, al menos lo
que lo diferencia de uno autoritario.
Sin embargo, las constituciones
de las democracias parlamentarias liberales permiten que esa separación no sea,
en realidad, tan nítida. Por ejemplo, y en el caso de la Constitución española
de 1978, el Artículo 86.1 prevé que “en caso de
extraordinaria y urgente necesidad, el Gobierno podrá dictar disposiciones
legislativas provisionales que tomarán la forma de Decretos-leyes”.
Es decir, el Gobierno -el Poder Ejecutivo-
podrá elaborar leyes -ser Poder Legislativo. Es cierto que la propia
Constitución se apresura en poner límites a esta facultad, ya que “no podrán
afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los
derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al
régimen de las Comunidades Autónomas ni al Derecho electoral general”. Es
decir, no pueden afectar al tronco de lo que configura el Estado democrático y
las libertades.
La historia ha demostrado que
existen casos en los que hay que tomar decisiones rápidas y sancionarlas con
fuerza de ley sin esperar a los largos trámites parlamentarios de presentación
de enmiendas y debates. Por eso existe el Real Decreto-Ley. Pero existen
límites.
El mismo Artículo 86, en su punto 2º
especifica que “Los Decretos-leyes deberán ser inmediatamente sometidos a
debate y votación de totalidad al Congreso de los Diputados, convocado al
efecto si no estuviere reunido, en el plazo de los treinta días siguientes a su
promulgación”.
Es decir, el
Decreto-Ley solamente tendrá fuerza de ley si es convalidado por el Congreso.
El Poder Legislativo recupera así su capacidad de creación de leyes, aunque en
este caso se limite a dar un visto bueno. El problema no es pues que el
Ejecutivo gobierne sin control, ya que la Constitución sí prevé los mecanismos
necesarios. El problema es que la separación de poderes en realidad no existe.
La
inexistencia de la separación de poderes
Cada cuatro años los
españoles van a votar. A diferencia de lo que dicen los carteles electorales, no
van a votar al futuro presidente del Gobierno. Van a votar a los diputados que
irán al Congreso en la próxima Legislatura. El español no es un sistema
presidencialista como el de los EEUU o Francia. Votamos qué opción política tendrá
representación parlamentaria y en qué magnitud.
Esas opciones políticas
se presentan en forma de listas electorales cerradas (es decir, se vota la
lista entera y no se puede elegir individualmente a sus miembros) y por
circunscripciones electorales. El candidato a presidente del Gobierno no es más
que el cabeza de una de esas listas, por lo que al elegirlo se hace,
técnicamente, en calidad de diputado.
Una vez obtenidos los
resultados, las diferentes opciones políticas elegidas se organizan en grupos
parlamentarios integrados por los diputados de las listas que han llegado a ser
elegidos proporcionalmente y que aceptan una disciplina de voto que les liga a
sus grupos parlamentarios. Es decir, son las direcciones de los grupos los que
deciden qué se debe votar en cada situación.
Los diputados pueden
romper esa disciplina, no es ilegal. De hecho el acta de diputado que acredita
de su condición de parlamentario es personal y el grupo parlamentario no puede
retirársela de manera unilateral. Eso sí, si alguno rompe la disciplina debe
atenerse a las consecuencias que, generalmente, son que no puede volver a
presentarse en esa lista. Y eso sale caro.
Ahora bien, una vez
formados los grupos parlamentarios y teniendo claras las mayorías, es el
Congreso el que elige al presidente del Gobierno, generalmente el cabeza de
lista del grupo parlamentario mayoritario. Si tiene mayoría absoluta (51% o más
del total de los diputados elegidos) es elegido sin dificultad alguna, en otro
caso tendrá que negociar con otros grupos más pequeños para alcanzar esa
mayoría.
Por lo tanto, antes de
alcanzar el Poder Ejecutivo es necesario controlar el Poder Legislativo. O
dicho de otra manera, para ser presidente hay que controlar el Congreso.
Así, el presidente del Gobierno de turno es, a la vez, el jefe del partido del
grupo parlamentario mayoritario que siempre votará a favor de las leyes que
presente el Gobierno en forma de Real Decreto-Ley, independientemente de que
sea de verdad urgente o no. Su posterior convalidación es una simple
confirmación del poder del partido en el Gobierno.
Existe debate parlamentario
posterior, y capacidad de oposición –dialéctica- a la acción legislativa del
Gobierno. Pero lo cierto es que siempre el resultado de las votaciones es
predecible, por lo que la tentación de convertirlas en un mero trámite es muy
grande. Es decir, el Poder Ejecutivo controla al Legislativo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.