En
el S. XIX la Revolución Industrial hizo posible una acumulación de capital que
en un momento dado tuvo que traspasar las fronteras y la protección del Estado-Nación
y correr el riesgo de la incertidumbre en tierras lejanas. Para evitar la
posible quiebra de las inversiones debido a circunstancias incontroladas, el
Estado tuvo que intervenir y proyectar su poder en el exterior, de manera que,
a la vez que se producía el proceso de acumulación del capital propio del
sistema capitalista, paralelamente también lo hacía la acumulación de poder del
Estado en un imparable e inacabable proceso de expansión cuyo único fin, según Hannah
Arendt, es la “autodestrucción”.
En el último tercio del
S. XIX la Revolución Industrial hizo posible algo que hasta ese momento había sido imposible: la producción
de bienes de forma masiva de manera que un número sin precedentes de personas
podían acceder a ellos, y a la vez se multiplicaba la capacidad de producir
riqueza que podía ser reinvertida para seguir produciendo más y más. La
Humanidad no había vivido un proceso parecido desde el Neolítico y la aparición
de la agricultura, por lo que se inició una transformación radical de la
economía, la sociedad y la política del momento.
La filósofa judeo
alemana Hannah Arendt analizó esta transformación y sus consecuencias en su
obra “Los orígenes del totalitarismo”. Comenzó su reflexión afirmando que el
principal efecto político de la Revolución Industrial fue la destrucción de la
Nación, la figura política fundamental y en pleno proceso de construcción tras
los periodos revolucionarios en Europa y América a finales del S.XVIII y la
primera mitad del S. XX. Esta destrucción se debía a la aparición de un nuevo
concepto político: el Imperialismo, que según Arendt es “un proceso permanente
que no tiene ningún objeto ni ningún propósito que no sea él mismo”, y sobre
todo, tiene “la expansión como
objetivo prioritario y constante”.
Los conceptos de Nación
y de Imperialismo son incompatibles ya que, afirma Arendt, “la Nación no puede
crear imperios porque su concepción política se basa en una unión de
territorio, población y Estado. En el caso de conquista, sólo le queda al
Estado-Nación asimilar a la población extranjera y forzar su beneplácito; no la
puede integrar y no la puede imponer su medida de la justicia y la ley”. Nada
más ajeno a las ansias de conquista que el concepto de Nación, que “entendía
sus propias leyes como surgidas de su propia y única sustancia nacional; no
podían por ello tener ninguna validez más allá de su propio pueblo y de su
territorio nacional”, escribió Arendt.
Es decir, para los
burgueses nacionalistas de la primera mitad del S.XIX, aquellos que protagonizaron
los procesos revolucionarios que pusieron fin a la hegemonía de la monarquía absoluta
y de la aristocracia, el concepto de Imperialismo que surgiría un par de
generaciones después era absolutamente extraño, por no decir hostil a la Nación
que ellos habían estado construyendo y defendiendo.
¿Qué había cambiado
para que los hijos y nietos de los revolucionarios burgueses defendieran una política absolutamente
contraria a la de sus padres y abuelos?
La
Revolución Industrial traspasa fronteras
Hannah Arendt explicó
que, como consecuencia de la capacidad de producción de la Revolución
Industrial, “la sobreproducción de capital, que ya no se podía transformar en
productos dentro la economía doméstica, hizo que el comercio de bienes perdiera
en importancia y que aumentara la de la exportación de capitales en búsqueda de
inversiones en países extranjeros”.
El crecimiento
económico y productivo fue tal que “la Revolución Industrial llegó hasta las
fronteras del territorio nacional, y la producción así como la distribución de
los productos se hizo dependiente de muchos pueblos, que estaban organizados en
sistemas políticos diferentes”. Esto entrañaba un riesgo importante, ya que
esos pueblos diferentes influían decisivamente en el destino de las inversiones
y por lo tanto de la economía del país productor, sin que los inversores
pudieran hacer nada. Sin embargo, la dinámica capitalista obligaba a un
crecimiento constante y por lo tanto obligaba también a la exportación de
capitales a esos lugares lejanos e incontrolados.
El imperialismo europeo en África. |
El Estado-Nación no
podía ni aspiraba controlar a esos países lejanos, por lo para conseguir la
seguridad de las inversiones en el extranjero, era obligado realizar un cambio
político total. Para Arendt, “las fronteras nacionales no solamente
obstaculizaban la expansión, sino que podían poner en riesgo todo el proceso de
industrialización. (…) el sistema capitalista, que se basa en un crecimiento
constante de la producción, solamente se podía salvar cuando se conseguía
dirigir la política exterior de los Estados-Nación hacia la expansión,
necesaria para la economía”.
Como en adelante
sucedería otras muchas veces, la política salió en rescate de la economía. Según
Arendt, “se requería de los medios coercitivos del Estado porque se estaba perdiendo
el control sobre las inversiones en tierras lejanas, y amplias capas sociales
se habían convertido así en especuladores y jugadores contra su voluntad, lo
que a su vez amenazaba con transformar la economía nacional de un sistema de
producción capitalista en un fraude de especulaciones financieras”.
Es decir, la producción
de bienes y la creación de capital había entrado en una dinámica de crecimiento
que pronto chocó con la realidad política del momento, el Estado-Nación, y lo
acabó por dinamitar.
Este proceso comenzó
como una aparentemente sencilla maniobra de protección de los “intereses
nacionales” y acabó por desarrollar una dinámica propia. Hannah Arendt subrayó
que “solamente la expansión de los medios coercitivos del Estado pudo
reconducir y reordenar el flujo imparable de salida de capitales en forma de
inversiones especulativas que ponían en peligro los ahorros, y devolverlos así a la economía nacional. El
Estado expandía sus medios más allá de sus fronteras y conducía así el proceso
imperialista, porque solamente le quedaba la elección entre una enorme
multiplicación del bienestar del pueblo o una inasumible pérdida material”.
Con la política
imperialista, “se pudo realizar de esta manera lo que exigían los propietarios
del capital exportado: beneficios extraordinarios sin correr ningún riesgo
extraordinario”, afirmó Arendt, que sin embargo, subrayó el enorme coste de ese
imperialismo: “A través de una acumulación de poder sin límites, es decir, de
violencia sin límites legales, se pudo proceder a una acumulación de capital
ilimitada o, en un primer momento, aparentemente ilimitada”.
Imperialismo
o desaparición: un dilema sin solución
Hannah Arendt advirtió
que el Estado-Nación surgido de la Ilustración del S. XVIII se vio arrastrado a
participar en la dinámica expansiva del capitalismo surgido de la Revolución
Industrial tras enfrentarse al siguiente dilema: o no acudía a asegurar las
inversiones en el extranjero y corría el riesgo de desaparición del Estado ante
la quiebra más que probable de su economía, o se embarcaba en la aventura
imperialista y desaparecía la Nación.
La elección por el Imperialismo
supuso el surgimiento de una nueva dinámica: una mayor acumulación de capital
llevaba a una mayor expansión de ese capital, que a su vez dependía
necesariamente de la expansión política. Ésta estaba basada en la violencia
que, a su vez, llevaba a una mayor acumulación de poder, fundamental para la
supervivencia del Estado: “Un Estado basado en este tipo de sociedad y que
quiere preservar su poder, debe tender a conseguir más poder. Solamente puede
mantenerse estable en la constante expansión del poder en el proceso de la
acumulación del poder”, escribió Arendt.
El instrumento
fundamental para esa acumulación de poder era la violencia. Como explicó Arendt,
“la violencia ha sido desde siempre la ultima ratio de la acción política, y el
poder siempre había sido la expresión visible del dominio y del gobierno. La
diferencia era que, ni la violencia ni el poder habían sido nunca el último y
expreso objetivo de la acción política. Porque el poder en sí solamente puede
crear más poder, y la violencia que se aplica por la propia violencia (y no para
aplicar la ley), provocan inmediatamente un proceso destructivo que solamente
puede llegar a su fin cuando ya no quede nada que no haya sido violado”.
Es decir, la propia
dinámica imperialista siempre lleva a la destrucción: “El eterno e ilimitado
proceso de la acumulación del poder, que posibilita la expansión por la
expansión y la alimenta constantemente, necesita permanentemente material para
renovarse y no paralizarse. Cuando el último vencedor de la lucha por la Tierra
“no pueda anexionarse las estrellas”, no le quedará otro camino que la
autodestrucción, para que el eterno proceso pueda comenzar de nuevo”.
Por lo tanto, aunque el
Estado acabó por sacrificar la Nación a favor del Imperialismo para sobrevivir,
arrastrado y obligado por la expansión capitalista, al final no hay salvación
posible. El Imperialismo, la expansión tanto económica como política, se basa
en la violencia y en no detenerse jamás. Incluso para devorarse a sí
mismo.
Artículo disponible en la web Ssociólogos.com
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