Ya
no importa lo que se dice, sino cómo se dice. Todos los días millones de
mensajes tratan de hacerse escuchar. En televisión, en radio, en los diferentes
soportes escritos, accesibles en todo el mundo en tiempo real gracias a internet.
Todo ello provoca una cantidad tan impresionante de información que ya no es
posible atenderla toda. Hay que elegir. Por ello, el mensaje del político para
ser escuchado debe destacar sobre el resto. Y por eso es más necesario entretener
que informar, es necesario crear un relato antes que hacer política. Es el
momento del “storytelling” que, sin embargo, acaba siempre por devorar a los
que lo utilizan.
En el mundo de la revolución
de las comunicaciones y de internet el reto no es acceder a la información sino hacerse oír en el inmenso y profundo océano de millones de historias,
noticias e imágenes creadas cada día y que circulan por todo el mundo en
cuestión de segundos.
El escritor francés Christian Salmon plantea en su ensayo “La ceremonia caníbal. Sobre la performance política”, que, como consecuencia de esta revolución, se está produciendo un
cambio brutal en la representación del poder. Se “desacraliza” ya que los
políticos, que necesitan ser visibles y hacerse escuchar por sus votantes,
deben captar su atención constantemente. Para captar esa atención deben tomar
el camino que les baja del Olimpo en el que el poder político había estado
instalado desde hace siglos.
El poder político deja
ya de ser representado como un poder superior, envuelto en autoridad, más
fuerte y sólido, y por ello respetado y legitimado para poder ejercer el
gobierno. En cambio, “los políticos se han convertido en
personajes de nuestro imaginario cotidiano, figuras efímeras de nuestras
democracias mediáticas”, explica Salmon. Es decir, los políticos se han
convertido en unos personajes más que son consumidos, digeridos y expulsados
como todos los demás productos de la sociedad de consumo. ¿Por qué?
Ante todo, captar la
atención
Captar la atención en
la sociedad de la información es muy complicado. La competencia entre los
canales de televisión, por ejemplo, es tal que sólo cuentan con escasos
segundos para captar al espectador, y para ello despliegan constantemente una
paleta de recursos visuales y narrativos que tienen como objeto cautivar a la
audiencia, al menos hasta el próximo bloque de publicidad. Como dice Salmon, “lo escaso en una sociedad de la información
(…) no es la información, que precisamente es sobreabundante; lo escaso, debido a esa sobreabundancia,
es la atención de los agentes a quienes está destinada esa masa de información”.
Las personas están
sometidas a una “sobrecarga de la información” en sus rutinas. Esto también
afecta a la comunicación política, que utiliza los mismos medios de
comunicación para llegar al cliente-votante. En este caso, el político compite
con todo un despliegue de programas, historias e imágenes de entre las que
tiene que lograr ser visible para poder ser identificado y posteriormente
votado. Para conseguirlo ya no sirven los antiguos discursos ni las antiguas
técnicas de movilización política.
Ahora recurren a la
técnica del relato, cuyo fin no es tanto informar a los ciudadanos como llamar
su atención y retenerla mediante el entretenimiento. Los ciudadanos-espectadores
“fingimos interesarnos por la crisis, la
deuda, el paro, cuando en realidad estamos sedientos de historias, de héroes y
de villanos”, asegura Salmon. “Queremos relatos íntimos, sorpresas, golpes
de efecto. Lo último just in time. Sin tiempos muertos. Emoción en flujo continuo”. La emoción es la clave del relato,
no la ideología o el programa político.
Christian Salmon. |
El relato, según
Salmon, “permite no solo captar la
atención como lo hacen el logo, la imagen de marca, sino también fidelizar a
las audiencias, guiar y retener las atenciones gracias a auténticos engranajes
narrativos”. Y eso en política significa llegar al Gobierno o mantenerse en
él.
El relato como eje principal
Surge el storytelling,
“un dispositivo de captación de las
atenciones mediante la historia, la intriga, la tensión narrativa”.
Este concepto ya no presupone la existencia de ciudadanos conscientes que
desean y necesitan ser informados para actuar en democracia. Ya no se trata de
arrojar luz sobre los acontecimientos para que el ciudadano libre pueda
situarse en un contexto y tomar una decisión. Se trata de crear audiencias que
quieren ser entretenidas.
En resumen, Salmon identifica
tres consecuencias de la revolución de las comunicaciones:
- “El hombre
de Estado se presenta ahora menos como una figura de autoridad que
como algo que consumir”.
- “El ejercicio
del poder (…) ahora se identifica con el éxito de una performance
compleja donde las artes antiguas del relato y la ley de la retórica se
combinan con las nuevas tecnologías de la información”.
- “El
escenario político se
desplaza de los lugares de la deliberación y la decisión política”.
Pasa “del escenario democrático
sometido al principio de representación (el Parlamento, la plaza, etc.) al escenario mediático regido por las
leyes del simulacro”.
Así pues, los políticos se han convertido en unos
productos de entretenimiento más que ya no actúan en los escenarios
tradicionales en los que se desplegaba el poder político, sino que han tenido
que subir al escenario común de la sociedad de la información junto a los demás
productos mediáticos, mientras que los ciudadanos son reducidos a simples
audiencias. La consecuencia es lo que Salmon denomina una “espiral de pérdida de legitimidad” que destruye la política como se
había estado desarrollando durante siglos.
Según el autor, con la
revolución de las comunicaciones “el
dispositivo representativo del poder se ha mantenido más o menos igual durante
siglos, descansaba en las mismas técnicas de escenificación, de transmisión de
la voz, en los mismos dispositivos escenográficos, en los mismos rituales que
regulaban la aparición pública de los soberanos, las mismas técnicas de
movilización y de convocación de las masas. La radio y la televisión primero, y
luego la explosión de internet, han
revolucionado radicalmente este dispositivo representativo”.
El poder político reducido a
un simple guión
No se trata ya de
ejercer el poder y de representarlo, sino de interpretar un guión en un relato
diseñado para alcanzar y mantener el gobierno. La consecuencia es que la propia
política pierde substancia en favor de la apariencia y de la imagen. No se hace
política, solamente se proyecta un relato en el que se interpreta la política,
ya que ésta ha perdido su autoridad y capacidad real de poder.
Y es que la política
como mero relato no es sólo consecuencia de un cambio de técnicas y medios de
comunicación, es también la expresión de un momento histórico: el triunfo del neoliberalismo y la
globalización.
El Estado nacional está
perdiendo competencias en favor de los entes locales y supranacionales. Y por
otro lado, el poder de las fuerzas económicas transnacionales, como los bancos,
las multinacionales, etc., sobrepasan con creces la capacidad de los estados
para controlarlos. Es más, estas fuerzas son las que controlan a los estados e
imponen sus agendas, no sólo económicas sino también políticas. A los
dirigentes de los estados no les queda poder real, solamente la imagen
(reducida y debilitada) del mismo. Y tratan de compensar este vacío a través
del storytelling exclusivamente emocional transmitido a través de la maquinaria
del entretenimiento mediático.
En este sentido, como
explica Christian Salmon, “el objetivo de
los comunicadores políticos es sincronizar y movilizar las emociones. Votar es comprar una historia. Ser elegido es ser creído. Gobernar es
mantener el suspense”.
La clave del éxito es
que el relato sea verosímil, creído y comprado por la audiencia. Pero la
historia no termina con el éxito en las elecciones. El político está obligado a
mantener el suspense de su relato constantemente, ya que debe captar y mantener
la atención pública indefinidamente en un contexto del entrenamiento de usar y
tirar. Es decir, no puede aflojar la máquina para evitar ser desechado y
olvidado. Debe mantener el relato como una condena en la que trata de retrasar
el fin inevitable de su historia, y por lo tanto de su carrera. Es lo que
Christian Salmon denomina la “Estrategia de Sheherazade”, por el
nombre de la princesa de los cuentos de “Las 1000 y una noches” que busca
entretener al rey con una historia cada noche para evitar así su muerte.
El fin inevitable
Pero el fin llega
siempre. Esta dependencia del relato para llegar y aferrarse al gobierno está
condenada desde el principio. Según Salmon surgen tres paradojas que conducen a
un desenlace inevitable:
Primera
paradoja: “La puesta en relato de la acción política
destruye a la larga la credibilidad
del narrador”. La necesidad de captar la atención constantemente provoca
una movilización permanente del relato, lo que a su vez provoca una “sobreinterpretación” y una “inflación de discursos y de historias”
con un “efecto corrosivo sobre la
credibilidad de toda palabra pública”.
Segunda
paradoja: “Los rasgos característicos del sujeto neoliberal (la versatilidad,
la capacidad de adaptación), son
precisamente los que la teoría del relato reconoce que pueden arruinar la
credibilidad del narrador”. Es decir, el actual contexto neoliberal en el
que se exige la transformación y la capacidad de ‘reinventarse’ para seguir
siendo ‘competitivo’, no es apto para sostener un relato. Una persona que
cambia como un camaleón –seguramente obligado por las circunstancias- traicionando
su papel en el relato le convierte en una persona no fiable. Es el caso de la
percepción que se tuvo de Zapatero y sus políticas anticrisis después de
representar un relato basado en la justicia social, o de Rajoy, que llegó al Gobierno con el relato de
la promesa de acabar con el paro pero cuyas políticas parecen estimularlo más. O
de Hollande, Obama, etc.
Tercera
paradoja: Es lo que
Salmon denomina “el voluntarismo
impotente” debido a la pérdida de competencias y de poder del Estado como
consecuencia de la globalización y del neoliberalismo. Es decir, el candidato gana
las elecciones prometiendo aplicar una serie de medidas contundentes, un cambio
rotundo de la realidad mediante la política y utilizando el poder del Estado,
pero que en realidad no puede realizar porque el Estado está cada día más vacío
y carece de ese poder. Ese vacío es sustituido por la imagen todopoderosa del
líder que trata de compensar así la impotencia real con un simulacro virtual de
despliegue de poder. Salmon lo explica así: “El poder es esa fuerza que, para no tener que ejercerse, debe manifestarse,
por ejemplo, bajo la forma del hiperpresidente”.
Inevitablemente,
después de crear, alimentar y estirar el relato, al final siempre llega la
decepción de la audiencia. No es posible aplicar el relato del cambio prometido
en la realidad neoliberal que reduce el poder del Estado a la impotencia. Así,
por ejemplo, un buen número de los principales líderes de las democracias
occidentales acabó sus días al frente de sus gobiernos acusados de haber
engañado con su relato a la audiencia. Zapatero en España, Blair y Brown en el
Reino Unido o Schröder en Alemania, terminaron sus mandatos tras un periodo de
caída brutal de su popularidad después de haber gozado de un respaldo masivo en
las primeras etapas de sus gobiernos. Otros gobernantes aún en activo también
están sufriendo este desgaste en su credibilidad, como Rajoy en España,
Hollande en Francia y el propio Obama en los EEUU.
El final feliz del
relato político es imposible. Siempre termina mal porque, debido al
debilitamiento de la política, nunca podrá cumplir las elevadísimas
expectativas que debe ofrecer para poder captar la atención de la audiencia de
forma prolongada. Salmon finaliza su ensayo con la reflexión acerca de que “la
pérdida de credibilidad de la palabra pública no es por tanto un fenómeno
coyuntural, no está ligada al contenido de los discursos y no es la sanción de
promesas incumplidas; es el producto de una contradicción estructural”.
Es decir, para gobernar
hace falta crear un relato, pero al final ese relato se cobra un precio atroz
porque devora al que lo creó y dependió de él.
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