jueves, 24 de abril de 2014

“El temor a la invasión”: el origen del miedo al inmigrante

En el mundo de la era de la globalización y del neoliberalismo triunfante, el papel del Estado nacional es cada vez menor. El Estado social está siendo desmontado y con él se está perdiendo la principal base sobre la que se erigía su legitimidad. Los gobiernos necesitan un nuevo relato para justificarse ante su población, y ese nuevo relato es el de la seguridad. El eminente sociólogo Zygmunt Bauman analizó este proceso en su libro “Vidas desperdiciadas, la modernidad y sus parias”, y apuntó directamente a la clave: “Debe haber tensión; cuanta más, mejor”.

Cada día los medios de comunicación ofrecen imágenes de grupos de jóvenes africanos desesperados que se abalanzan hacia las vallas que rodean Ceuta y Melilla, poniendo en riesgo sus propias vidas. A pesar de la compasión que deberían despertar estas imágenes, desde hace meses el contenido de las noticias que las acompañan es inequívoco: aprovechando su tremenda carga emocional, se habla de “asalto” (755.000 resultados encontrados en Google), “avalancha” (279.000 resultados), incluso de “invasión” (132.000 resultados).

Lo que es una huída desesperada de la miseria por parte de personas harapientas y desarmadas, es transmitida como un asalto frontal de carácter prácticamente militar. Incluso la muerte de un pequeño grupo indefenso que trataba de entrar a nado a Ceuta por los disparos de la policía se justifica, en cierta manera, como una acción en defensa propia por parte de unos funcionarios sometidos a una altísima tensión debido a los reiterados “asaltos” a la frontera.

Las vallas de Melilla y Ceuta adquieren la cualidad de muros protectores, al estilo del Limes romano que protegía al imperio de las incursiones bárbaras. Mientras, se habla de reforzar la seguridad, de cuchillas en las vallas, de incrementar el presupuesto para la vigilancia de las fronteras, de soberanías, en vez de ayuda humanitaria, asilo y solidaridad. ¿Por qué?

El sociólogo Zygmunt Bauman analizó hace una década este fenómeno y publicó sus conclusiones en el libro “Vidas desperdiciadas, la modernidad y sus parias”. Según Bauman este discurso de alerta ante una amenaza es consecuencia de la debilidad del Estado. Paradójicamente, mientras más imágenes de las vallas y de policías armados se publican en los medios de comunicación, más contundentemente está el Estado mostrando su debilidad y su muerte lenta en la era de la globalización y del neoliberalismo hegemónico.


Vulnerabilidad e incertidumbre

Bauman parte de la base de que “la vulnerabilidad y la incertidumbre humanas son la principal razón de ser de todo poder político; y todo poder político debe atender a una renovación periódica de sus credenciales”. Durante gran parte del S. XX la legitimidad del Estado descansaba en la lucha contra esa vulnerabilidad e incertidumbre, proporcionando una cobertura social para la población. Es decir, los sistemas de poder eran aceptados en tanto y en cuanto eran capaces de proporcionar seguridad personal y material a sus ciudadanos. Sin embargo, en las últimas décadas, según Bauman “el Estado contemporáneo tiene que buscar otras variedades, no económicas, de vulnerabilidad e incertidumbre en las que hacer descansar su legitimidad”.

Zygmunt Bauman
La causa es la globalización y el lento pero imparable proceso de vaciamiento del Estado nacional. Los gobiernos nacionales están dejando de serlo en el contexto global y están perdiendo poder a favor de  los mercados y otros elementos del capitalismo transnacional que, gracias a la hegemonía neoliberal, pueden ignorar las fronteras y a los propios estados, que quedan desarmados ante los deseos y necesidades del capitalismo global. El Estado ha perdido su soberanía.

Como consecuencia de esta pérdida de soberanía, el Estado es débil y ya no tiene la fuerza de antaño para imponer un marco legal y administrativo enfocado en la búsqueda de seguridad de sus ciudadanos, por lo que abandona el terreno desmantelando el Estado social y desregulando el mercado laboral, convirtiendo la sociedad cada vez más en una jungla en la que predomina el miedo a la vulnerabilidad e incertidumbre que precisamente el Estado debería combatir.

El Estado ya no se siente responsable del bienestar de sus ciudadanos. Según Zygmut Bauman ”se lava las manos ante la vulnerabilidad y la incertidumbre que dimanan de la lógica (o falta de lógica) del libre mercado, redefinida ahora como un asunto privado, una cuestión que los individuos han de tratar y hacer frente con los recursos que obran en su poder”. Y esa retirada del Estado como protector tiene sus consecuencias en su legitimidad ante los ciudadanos, ya que “estas tendencias “socavan los fundamentos en los que se apoyaba cada vez más el poder estatal en los tiempos modernos, reivindicando un papel crucial en el combate contra la vulnerabilidad y la incertidumbre que perseguían a sus súbditos”, explica el autor.


Un nuevo objetivo

Sin una red social protectora, los gobiernos necesitan convencer a sus ciudadanos de que sirven para algo. Se produce un cambio de objetivo que Bauman describe de la siguiente manera: “Despojados de gran parte de sus prerrogativas y capacidades soberanas, en virtud de las fuerzas de la globalización que son incapaces de resistir, y menos aún controlar, los gobiernos no tienen más opción que la de “seleccionar cuidadosamente” objetivos que pueden (verosímilmente) dominar y contra los cuales pueden dirigir sus salvas retóricas y medir sus fuerzas mientras sus agradecidos súbditos oyen y ven cómo lo hacen”. Es por ello que “los gobiernos de hoy en día (nacionales, redefinidos como locales en la era de la globalización) están buscando esferas de actividad en las cuales poder afirmar su soberanía y demostrar en público, y de manera convincente, que así lo han hecho”.

Esas nuevas ‘esferas de actividad’ para afirmar la soberanía han sido encontradas en la seguridad personal: “Amenazas y miedos a los cuerpos, posesiones y hábitats humanos que surgen de las actividades criminales, la conducta antisocial de la ‘infraclase’, y el terrorismo global”, a la que hay que sumar la amenaza de una ‘invasión’ de los inmigrantes.

Determinado el nuevo espacio (la seguridad personal frente a la antigua seguridad social), se trata ahora establecer un nuevo objetivo, que según Bauman es “inspirar un volumen de ‘temor oficial’ lo bastante grande como para eclipsar y relegar a una posición secundaria las preocupaciones relativas a la inseguridad generada por la economía, sobre la cual nada puede ni desea hacer la administración estatal”.

Es decir, hoy es más sencillo para el Estado luchar contra terroristas (que no derrotarlos), colocar una valla y armar a policías fronterizos, que imponer un derecho laboral respetuoso con los intereses de la mayoría de los trabajadores o tratar de recaudar impuestos entre la minoría multimillonaria del país que atesora sus fortunas en paraísos fiscales. 

Por lo tanto, de un Estado que se legitimaba en la protección social de sus ciudadanos, en la era de la globalización neoliberal hemos pasado a un Estado que busca legitimarse por la protección personal de sus ciudadanos. Para justificar la seguridad personal se crea previamente una demanda de protección provocando un estado de alarma por la amenaza de un supuesto peligro exterior, que a su vez sustituye la sensación de vulnerabilidad e incertidumbre provocada por el desmantelamiento del Estado social.

La cuestión ahora es, ¿por qué se utiliza a los inmigrantes como causantes de ese “temor oficial” para justificar la actuación estatal?


Residuos de la globalización

Zygmunt Bauman escribe que el mundo contemporáneo es un mundo en el que se corre el riesgo constantemente de quedarse excluido, convertido en residuo. Como consecuencia de la voracidad consumista, no existe ya concepto de perdurabilidad. Todo es efímero, fútil. Lo nuevo de hoy se convierte en obsoleto inmediatamente, con la intención de consumir enseguida el nuevo artículo, desechando el anterior.

Lo mismo ocurre con las personas. Mientras que anteriormente existía un concepto inclusivo del Estado, en el que el objetivo era no dejar fuera a ningún individuo (tampoco los sistemas totalitarios en un sentido de control y opresión), el Estado hoy es cada vez más excluyente. El sentido del Estado social era ayudar a no dejar caer a nadie fuera del sistema. Por ejemplo, los parados se veían como parte de la sociedad productora y su situación de desempleo era considerada pasajera, algo temporal, aliviada por el seguro del paro hasta su reincorporación al grupo de los productores cotizantes.

Hoy, en cambio, si se considera que no se sirve ni como productor ni como consumidor (generalmente como consecuencia de lo primero), se es excluido del sistema y penalizado con mayores dificultades que, a su vez, suponen obstáculos insalvables para recuperar el status perdido. Es decir, si se pierde el empleo, se pierde poder adquisitivo y se pierde capacidad de consumo. Si no se consigue recuperar pronto la posición anterior, se cae en la exclusión. Es lo que les ocurre a las personas mayores de 50 años que son despedidas, a los pensionistas que ven como menguan sus ingresos, y a los trabajadores en paro de larga duración afectados por la crisis económica.

Y a los inmigrantes que provienen de los países afectados por los procesos de modernización, brutales y despiadados, que provocan la expulsión de la mano de obra sobrante que no ha podido reubicarse tras la destrucción de las economías tradicionales. Según Bauman, esos procesos se dieron en Europa hace un siglo, pero entonces existían “lugares vacíos” en el mundo (con permiso de los indígenas) con capacidad de absorber el flujo de migraciones. Hoy esos “lugares vacíos” no existen, y los emigrantes se encuentran atrapados. “Refugiados, desplazados, solicitantes de asilo, emigrantes sin papeles, son todos ellos residuos de la globalización”, explica Bauman.     

Al llegar a los países “desarrollados”, provocan incomodidad y desconfianza entre la población autóctona, sometida a su vez a fuertes tensiones sociales por el desmantelamiento del Estado social y la incertidumbre provocada por el libre mercado. “Para quienes les odian y detractan, los inmigrantes encarnan –de manera visible, tangible, corporal- el inarticulado, aunque hiriente y doloroso, presentimiento de su propia desechabilidad”, escribe Bauman.
        
Los inmigrantes llegan en un momento perfecto para los gobiernos, deseosos, como hemos visto, de redefinir su papel y de reorientar “las preocupaciones explosivas por la seguridad (que) ya se habían ido almacenando en virtud de la retirada progresiva, lenta pero constante, del seguro colectivo que solía ofrecer el Estado social, así como de la rápida desregulación del mercado laboral”.

Así, afirma Bauman, “reinterpretados como un “peligro para la seguridad”, los inmigrantes ofrecían un útil foco alternativo para las aprensiones nacidas de la súbita inestabilidad y vulnerabilidad de las posiciones sociales, y, por consiguiente, se convertían en una válvula de escape relativamente más segura para la descarga de la ansiedad y la ira que semejantes aprensiones no podían por menos de suscitar”.

Es por todo ello que la imagen de un grupo de africanos asustados y desorientados, subidos a las vallas de Ceuta y Melilla y rodeados por cientos de policías, es considerada una amenaza para nuestra seguridad, y no una escena lamentable que debería provocar la compasión del Estado y la solidaridad de la sociedad.  


domingo, 6 de abril de 2014

La política devorada por el “storytelling”

Ya no importa lo que se dice, sino cómo se dice. Todos los días millones de mensajes tratan de hacerse escuchar. En televisión, en radio, en los diferentes soportes escritos, accesibles en todo el mundo en tiempo real gracias a internet. Todo ello provoca una cantidad tan impresionante de información que ya no es posible atenderla toda. Hay que elegir. Por ello, el mensaje del político para ser escuchado debe destacar sobre el resto. Y por eso es más necesario entretener que informar, es necesario crear un relato antes que hacer política. Es el momento del “storytelling” que, sin embargo, acaba siempre por devorar a los que lo utilizan.

En el mundo de la revolución de las comunicaciones y de internet el reto no es acceder a la información sino hacerse oír en el inmenso y profundo océano de millones de historias, noticias e imágenes creadas cada día y que circulan por todo el mundo en cuestión de segundos.

El escritor francés Christian Salmon plantea en su ensayo “La ceremonia caníbal. Sobre la performance política”, que, como consecuencia de esta revolución, se está produciendo un cambio brutal en la representación del poder. Se “desacraliza” ya que los políticos, que necesitan ser visibles y hacerse escuchar por sus votantes, deben captar su atención constantemente. Para captar esa atención deben tomar el camino que les baja del Olimpo en el que el poder político había estado instalado desde hace siglos.

El poder político deja ya de ser representado como un poder superior, envuelto en autoridad, más fuerte y sólido, y por ello respetado y legitimado para poder ejercer el gobierno. En cambio, “los políticos se han convertido en personajes de nuestro imaginario cotidiano, figuras efímeras de nuestras democracias mediáticas”, explica Salmon. Es decir, los políticos se han convertido en unos personajes más que son consumidos, digeridos y expulsados como todos los demás productos de la sociedad de consumo. ¿Por qué?


Ante todo, captar la atención

Captar la atención en la sociedad de la información es muy complicado. La competencia entre los canales de televisión, por ejemplo, es tal que sólo cuentan con escasos segundos para captar al espectador, y para ello despliegan constantemente una paleta de recursos visuales y narrativos que tienen como objeto cautivar a la audiencia, al menos hasta el próximo bloque de publicidad. Como dice Salmon, “lo escaso en una sociedad de la información (…) no es la información, que precisamente es sobreabundante; lo escaso, debido a esa sobreabundancia, es la atención de los agentes a quienes está destinada esa masa de información”.

Las personas están sometidas a una “sobrecarga de la información” en sus rutinas. Esto también afecta a la comunicación política, que utiliza los mismos medios de comunicación para llegar al cliente-votante. En este caso, el político compite con todo un despliegue de programas, historias e imágenes de entre las que tiene que lograr ser visible para poder ser identificado y posteriormente votado. Para conseguirlo ya no sirven los antiguos discursos ni las antiguas técnicas de movilización política.

Ahora recurren a la técnica del relato, cuyo fin no es tanto informar a los ciudadanos como llamar su atención y retenerla mediante el entretenimiento. Los ciudadanos-espectadores “fingimos interesarnos por la crisis, la deuda, el paro, cuando en realidad estamos sedientos de historias, de héroes y de villanos”, asegura Salmon.    “Queremos relatos íntimos, sorpresas, golpes de efecto. Lo último just in time. Sin tiempos muertos. Emoción en flujo continuo”. La emoción es la clave del relato, no la ideología o el programa político. 

Christian Salmon.
El relato, según Salmon, “permite no solo captar la atención como lo hacen el logo, la imagen de marca, sino también fidelizar a las audiencias, guiar y retener las atenciones gracias a auténticos engranajes narrativos”. Y eso en política significa llegar al Gobierno o mantenerse en él.   


El relato como eje principal

Surge el storytelling, “un dispositivo de captación de las atenciones mediante la historia, la intriga, la tensión narrativa”. Este concepto ya no presupone la existencia de ciudadanos conscientes que desean y necesitan ser informados para actuar en democracia. Ya no se trata de arrojar luz sobre los acontecimientos para que el ciudadano libre pueda situarse en un contexto y tomar una decisión. Se trata de crear audiencias que quieren ser entretenidas.

En resumen, Salmon identifica tres consecuencias de la revolución de las comunicaciones:

  1. El hombre de Estado se presenta ahora menos como una figura de autoridad que como algo que consumir”.
  2. El ejercicio del poder (…) ahora se identifica con el éxito de una performance compleja donde las artes antiguas del relato y la ley de la retórica se combinan con las nuevas tecnologías de la información”.
  3. El escenario político se desplaza de los lugares de la deliberación y la decisión política”. Pasa “del escenario democrático sometido al principio de representación (el Parlamento, la plaza, etc.) al escenario mediático regido por las leyes del simulacro”.      

Así pues, los políticos se han convertido en unos productos de entretenimiento más que ya no actúan en los escenarios tradicionales en los que se desplegaba el poder político, sino que han tenido que subir al escenario común de la sociedad de la información junto a los demás productos mediáticos, mientras que los ciudadanos son reducidos a simples audiencias. La consecuencia es lo que Salmon denomina una “espiral de pérdida de legitimidad” que destruye la política como se había estado desarrollando durante siglos.

Según el autor, con la revolución de las comunicaciones “el dispositivo representativo del poder se ha mantenido más o menos igual durante siglos, descansaba en las mismas técnicas de escenificación, de transmisión de la voz, en los mismos dispositivos escenográficos, en los mismos rituales que regulaban la aparición pública de los soberanos, las mismas técnicas de movilización y de convocación de las masas. La radio y la televisión primero, y luego la explosión de internet, han revolucionado radicalmente este dispositivo representativo”.


El poder político reducido a un simple guión

No se trata ya de ejercer el poder y de representarlo, sino de interpretar un guión en un relato diseñado para alcanzar y mantener el gobierno. La consecuencia es que la propia política pierde substancia en favor de la apariencia y de la imagen. No se hace política, solamente se proyecta un relato en el que se interpreta la política, ya que ésta ha perdido su autoridad y capacidad real de poder.

Y es que la política como mero relato no es sólo consecuencia de un cambio de técnicas y medios de comunicación, es también la expresión de un momento histórico: el triunfo del neoliberalismo y la globalización.

El Estado nacional está perdiendo competencias en favor de los entes locales y supranacionales. Y por otro lado, el poder de las fuerzas económicas transnacionales, como los bancos, las multinacionales, etc., sobrepasan con creces la capacidad de los estados para controlarlos. Es más, estas fuerzas son las que controlan a los estados e imponen sus agendas, no sólo económicas sino también políticas. A los dirigentes de los estados no les queda poder real, solamente la imagen (reducida y debilitada) del mismo. Y tratan de compensar este vacío a través del storytelling exclusivamente emocional transmitido a través de la maquinaria del entretenimiento mediático. 

En este sentido, como explica Christian Salmon, “el objetivo de los comunicadores políticos es sincronizar y movilizar las emociones. Votar es comprar una historia. Ser elegido es ser creído. Gobernar es mantener el suspense”.

La clave del éxito es que el relato sea verosímil, creído y comprado por la audiencia. Pero la historia no termina con el éxito en las elecciones. El político está obligado a mantener el suspense de su relato constantemente, ya que debe captar y mantener la atención pública indefinidamente en un contexto del entrenamiento de usar y tirar. Es decir, no puede aflojar la máquina para evitar ser desechado y olvidado. Debe mantener el relato como una condena en la que trata de retrasar el fin inevitable de su historia, y por lo tanto de su carrera. Es lo que Christian Salmon denomina la “Estrategia de Sheherazade”, por el nombre de la princesa de los cuentos de “Las 1000 y una noches” que busca entretener al rey con una historia cada noche para evitar así su muerte.


El fin inevitable

Pero el fin llega siempre. Esta dependencia del relato para llegar y aferrarse al gobierno está condenada desde el principio. Según Salmon surgen tres paradojas que conducen a un desenlace inevitable:

Primera paradoja: “La puesta en relato de la acción política destruye a la larga la credibilidad del narrador”. La necesidad de captar la atención constantemente provoca una movilización permanente del relato, lo que a su vez provoca una “sobreinterpretación” y una “inflación de discursos y de historias” con un “efecto corrosivo sobre la credibilidad de toda palabra pública”.

Segunda paradoja: “Los rasgos característicos del sujeto neoliberal (la versatilidad, la capacidad de adaptación), son precisamente los que la teoría del relato reconoce que pueden arruinar la credibilidad del narrador”. Es decir, el actual contexto neoliberal en el que se exige la transformación y la capacidad de ‘reinventarse’ para seguir siendo ‘competitivo’, no es apto para sostener un relato. Una persona que cambia como un camaleón –seguramente obligado por las circunstancias- traicionando su papel en el relato le convierte en una persona no fiable. Es el caso de la percepción que se tuvo de Zapatero y sus políticas anticrisis después de representar un relato basado en la justicia social, o de  Rajoy, que llegó al Gobierno con el relato de la promesa de acabar con el paro pero cuyas políticas parecen estimularlo más. O de Hollande, Obama, etc.

Tercera paradoja: Es lo que Salmon denomina “el voluntarismo impotente” debido a la pérdida de competencias y de poder del Estado como consecuencia de la globalización y del neoliberalismo. Es decir, el candidato gana las elecciones prometiendo aplicar una serie de medidas contundentes, un cambio rotundo de la realidad mediante la política y utilizando el poder del Estado, pero que en realidad no puede realizar porque el Estado está cada día más vacío y carece de ese poder. Ese vacío es sustituido por la imagen todopoderosa del líder que trata de compensar así la impotencia real con un simulacro virtual de despliegue de poder. Salmon lo explica así: “El poder es esa fuerza que, para no tener que ejercerse, debe manifestarse, por ejemplo, bajo la forma del hiperpresidente”.

Inevitablemente, después de crear, alimentar y estirar el relato, al final siempre llega la decepción de la audiencia. No es posible aplicar el relato del cambio prometido en la realidad neoliberal que reduce el poder del Estado a la impotencia. Así, por ejemplo, un buen número de los principales líderes de las democracias occidentales acabó sus días al frente de sus gobiernos acusados de haber engañado con su relato a la audiencia. Zapatero en España, Blair y Brown en el Reino Unido o Schröder en Alemania, terminaron sus mandatos tras un periodo de caída brutal de su popularidad después de haber gozado de un respaldo masivo en las primeras etapas de sus gobiernos. Otros gobernantes aún en activo también están sufriendo este desgaste en su credibilidad, como Rajoy en España, Hollande en Francia y el propio Obama en los EEUU.

El final feliz del relato político es imposible. Siempre termina mal porque, debido al debilitamiento de la política, nunca podrá cumplir las elevadísimas expectativas que debe ofrecer para poder captar la atención de la audiencia de forma prolongada. Salmon finaliza su ensayo con la reflexión acerca de que “la pérdida de credibilidad de la palabra pública no es por tanto un fenómeno coyuntural, no está ligada al contenido de los discursos y no es la sanción de promesas incumplidas; es el producto de una contradicción estructural”.


Es decir, para gobernar hace falta crear un relato, pero al final ese relato se cobra un precio atroz porque devora al que lo creó y dependió de él.